Hay un tipo de violencia bien visible, que provoca inmediatamente horror y rechazo. Es la violencia que últimamente salta un día sí y otro también a las primeras páginas de los periódicos.

Es la violencia ciega del terrorismo, la del policía blanco de Estados Unidos que tortura o mata de un disparo a quemarropa a un negro al que acaba de detener con razón o sin ella.

O también la del negro, que desconfiando de la justicia de su país, decide tomársela por su mano y dispara desde un balcón contra unos agentes del orden a quienes ni siquiera conoce.

Pero hay otra violencia cotidiana más soterrada e insidiosa, que no sale casi nunca en la televisión ni en la prensa, de la que apenas se habla.

Me refiero a la discriminación y el abandono que sufre diariamente la población de color - y también en muchos casos la blanca y pobre - del país más rico y poderoso del mundo.

Por ejemplo, en Flint, la población del Estado de Michigan en la que nació la General Motors, durante muchos años el mayor fabricante de automóviles del mundo.

Muchos la recordarán por el documental que el cineasta estadounidense Michael Moore dedicó en 1989 al cierre de una planta automotriz que dejó de pronto en la calle a miles de personas.

Durante varios años, Moore intentó entrevistarse con el multimillonario presidente de aquella fábrica, Roger Smith, - de ahí su título ("Roger and me": "Roger y yo"), para pedirle explicaciones por aquel cierre, que sumiría a una localidad antes próspera en una imparable decadencia.

Flint llegó a tener en los años de esplendor 200.000 habitantes, de los que más de 80.000 trabajaban para el gigante del automóvil, pero a partir de su declive y luego con la crisis económica y financiera, la población quedó reducida a la mitad, y un 40 por ciento de ella en el umbral de la pobreza.

La mayoría de los habitantes que quedan son negros, que habitan casas medio destartaladas en barrios en los que prolifera el narcotráfico. Centros comerciales, cines y gasolineras han cerrado, y si queda alguna tienda es alguno de esos "liquor stores" donde se vende cerveza y alcohol barato.

Para colmo, durante casi dos años, los vecinos de Flint han estado bebiendo agua contaminada con metales pesados y otras substancias, que ha provocado ya varios casos mortales de legionelosis y enfermedades cutáneas e intestinales.

Lo que allí sucede es consecuencia de la desindustrialización de la ciudad, pero también de la discriminación y el abandono que sufre la población negra norteamericana.

Hace dos años, preocupado por un déficit deficitario crónico, los responsables del municipio renunciaron al contrato con la empresa que suministraba agua del lago Hurón tanto a Flint como a Detroit.

Y en su lugar comenzaron a traer el agua del río que da nombre a la ciudad, y que llevan décadas contaminado por los desechos de la industria automovilística, la química y otras.

Los vecinos de Flint comenzaron a quejarse de la aparición de erupciones cutáneas, pérdida de pelo, trastornos intestinales y otras enfermedades, consecuencia directa, según pensaban, del agua ennegrecida y maloliente que les llegaba.

Las autoridades insistían, pese a toda evidencia, en que el agua era perfectamente adecuada para el consumo humano. Pero, según se descubrió, los funcionarios municipales bebían mientras tanto agua embotellada.

L a cosa pudo arreglarse después de que la General Motors se quejase de que en la única de sus plantas que aún quedaba en la ciudad el agua del río Flint atacaba los motores.

Entonces y sólo entonces decidieron los responsables municipales recuperar el agua potable de la empresa suministradora de Detroit. Las máquinas importan al parecer más que los hombres.

El caso de Flint, aunque extremo, no es, sin embargo, único en Estados Unidos, donde numerosas ciudades han sufrido la rápida decadencia y abandono de sus centros ante la huida a los suburbios de la población blanca, huida fomentada durante años por los poderes públicos.

La discriminación afectó de modo especial al sector inmobiliario, y así se dieron casos en los que los constructores debían comprometerse a vender sólo a blancos si querían recibir créditos subvencionados.

Incluso cuando cesaron esas prácticas discriminatorias en la política oficial de vivienda, los bancos siguieron tratando de forma desigual a blancos y a negros o hispanos que solicitaban algún crédito para comprar una casa.

Y cuando estalló la crisis inmobiliaria, esos sectores de la población se vieron especialmente afectados ya que se les habían exigido intereses más altos que a los blancos, que muchos no pudieron pagar, lo que dio lugar a cientos de miles de desahucios.