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Crónicas galantes

Sabotaje al vino y a la civilización

España, nación casi tan pirata como la Inglaterra de Francis Drake, encabeza la lista de falsificadores de alcohol en Europa: ya sea en el apartado de brebajes de alta graduación, ya en el más módico de los vinos. Lo dice la Oficina de Propiedad Intelectual de la UE, que cifra en 263 millones de euros las pérdidas anuales sufridas por vinateros y destiladores de bebidas espirituosas a causa del garrafón.

También este país de buhoneros ocupa posiciones de liderato en la descarga de películas, libros, música y cualquier cosa que pueda tomarse al abordaje en los procelosos mares de internet; pero esa es otra cuestión. Se trata, a fin de cuentas, de asuntos que por su propia naturaleza cultural son secundarios.

Lo del vino ya entra en el capítulo de las esencias nacionales: y hasta ahí podíamos llegar. Con las cosas de beber no se juega.

El cultivo amoroso de las vides y el correcto destilado de los aguardientes es, junto a los buenos modales, lo que distingue a los pueblos civilizados de aquellos otros que detestan imparcialmente al vino y a las mujeres, tal que si el disfrute de la vida les causara algún tipo de molestia. De ahí que el fraude en la elaboración de estos productos debiera ser considerado asunto de interés nacional y sus perpetradores, debidamente castigados con penas comparables a las del delito de alta traición.

Existe, en efecto, una sutil relación entre vino, desarrollo y democracia, fácilmente visible en los países que por motivos de credo, tienen vedado el alcohol. El mundo islámico atiborrado de tiranías sirve de notorio ejemplo para avalar esta hipótesis, del mismo modo que -en sentido contrario- los británicos han sabido construir la más antigua democracia del planeta sobre la base de su desmedida afición a los dulces caldos de Jerez y Oporto. Del whisky y la cerveza ya ni hablamos, claro está.

La defensa de las bebidas cordiales y, por tanto, de su pureza, es una causa de suyo democrática ahora que empieza a estallar -literalmente- en Europa el choque de culturas que Samuel Huntington profetizó hace un cuarto de siglo. Huntington no lo decía, pero poco a poco el mundo se va dividiendo en dos bandos irreconciliables: el de los que no beben ni prosperan y el de las naciones bebedoras que en general coinciden con las de más alto grado de desarrollo, igualdad, libertad y garantías democráticas.

Frente a los partidarios de la guerra santa, ebrios de teología, nada resultaría más eficaz que una buena rociada de Rioja, de Albariño, de Merlot o en casos extremos, de gin-tonic, sobre los territorios que el llamado Estado Islámico domina en Siria e Iraq. Mucho más letales que las bombas de racimo, los racimos de uvas convertidos en líquido de Baco serían probablemente la mejor arma de disuasión contra los guerreros que abjuran del vino como del mismísimo demonio.

Quizá por eso haya que interpretar el alto fraude en los vinos y licores de España (y de Europa en general) como una forma de guerra psicológica con la que el enemigo intenta sabotear la pócima de Asterix que le da vida a Occidente.

Olvidados ya los tiempos en que se cristianaba el vino con agua del grifo, nuevas formas de fraude y de garrafón amenazan ahora a los bebedores y, en consecuencia, a los fundamentos de la civilización occidental. Quién nos iba a decir que el choque de culturas empezaría por las botellas.

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