El Festival de Música de Canarias, cuya trigésimotercera edición fue presentada el pasado viernes en la capital tinerfeña, está sirviendo una vez más para poner de manifiesto dos maneras de concebir las propuestas culturales que se realizan desde las administraciones públicas. Nuestro Festival, calificado por muchos como "buque insignia" o "la joya de la corona" de nuestra Cultura, nació, como se sabe, en el año 1985 siendo presidente del Gobierno Jerónimo Saavedra.

Desde su nacimiento no ha hecho sino crecer en calidad, aunque superando etapas verdaderamente difíciles, y ha logrado hacerse acreedor del reconocimiento internacional que nadie duda que hay que preservar. Todo ha sido posible gracias a los esfuerzos, no sólo de los gobiernos habidos hasta la fecha, sino de los que han sido sus directores en estos 32 años: Rafael Nebot, Juan Mendoza y Candelaria Rodríguez.

Pero la vida del Festival de Música de Canarias no ha estado exenta de peligros de desaparición no sólo por las limitaciones económicas que ha sufrido sino por la polémica derivada de una doble concepción de lo que debe ser un proyecto cultural sostenido con fondos públicos. En la presente edición, y con motivo de unos cambios introducidos por la Consejería de Turismo, Cultura y Deportes en los objetivos del Festival, se ha vuelto a reavivar esa vieja discrepancia.

Por un lado están los que conciben este Certamen como un acontecimiento cuyo único objetivo es ofrecer una oferta musical de máxima calidad para satisfacer las demandas de un público sensibilizado y consumidor habitual de música clásica. Un Festival que preserve la calidad y el prestigio internacional logrado a través de su historia con el mantenimiento en su repertorio de algunas orquestas sinfónicas de renombre mundial.

Por otro, un sector al que pertenecen los actuales responsables de la Consejería. Son los que han querido en la presente edición introducir algunos cambios en los objetivos del Festival, cambios que consisten en hacerlo llegar, aún más, a todos los rincones del Archipiélago, en que sirva para motivar y promocionar a nuestros jóvenes músicos y en imprimirle una mayor dimensión didáctica que permita despertar nuevas sensibilidades musicales entre nuestra población, que posibilite que cada vez sean más los ciudadanos que nos demanden música de calidad.

La discrepancia surge cuando los partidarios de la primera concepción sostienen y reiteran que la aplicación de este nuevo modelo de Festival va a suponer la muerte segura del mismo. Los que defienden la segunda de las propuestas, entre los que me encuentro, consideran que las cosas no tienen por qué suceder inevitablemente así, sino que es compatible la preservación del prestigio y renombre logrado a pulso por el Festival a lo largo de tantos años con esa nueva dimensión didáctica y más participada que pretende imprimírsele a esta respetabilísima cita musical anual. Y mucho más si el Festival recupera parte del presupuesto que tuvo, como es de prever. No hay que olvidar que para despertar receptividades musicales no hay que ofrecer sólo grandes y sublimes sinfonías, de la misma manera que para despertar el placer lector no es lo más recomendable propiciar la lectura del Ulises de James Joyce.

Creo que es evidente que cualquier proyecto cultural sostenido con fondos públicos no debe limitarse a dar respuestas a unas determinadas demandas culturales ya existentes sino aspirar a que esas demandas de los ciudadanos sean cada vez más numerosas. En la acción de los gobiernos la connotación pedagógica no es exclusiva de las áreas educativas. También debe ser aplicable a aquellas políticas culturales que pretenden el desarrollo de las prácticas artísticas que hagan a los ciudadanos más sensibles, más cultos y, por tanto, más libres.

Quería dejar clara y por escrito esta posición mía respecto a esta doble concepción de nuestro Festival. Y ello con independencia de que que la citada posición satisfaga o no a aquellos que sólo quieren oír lo que les interesa oír.