Fernando Estévez, sin duda, uno de nuestros intelectuales más lúcidos, informados, sensibles, independientes y originales. Un vigoroso constructor de narrativas culturales, siempre dispuesto a proponer lecturas críticas innovadoras, a repensar lo pensado y a indagar (desvelar) sin prejuicios en la construcción de la memoria colectiva, en los símbolos y la cultura material contemporánea. Tenía el don de convertir lo aparentemente ínfimo y banal en objeto de desapercibidas expresiones monumentales.

El trabajo que realizó al frente del Museo de Historia y Antropología de Tenerife constituye una referencia museológica y museográfica, enriquecido con imaginativas, sólidas e inhabituales exposiciones de bajo presupuesto. Lo mismo sucede con sus estudios sobre la identidad, los guanches, el turismo, el patrimonio cultural o la antropología de la alimentación, plenos de tensiones intelectuales, sostenidos sobre una conciencia incluyente y orientados por una singular agudeza, frescura y libertad de pensamiento. Estudios que advirtieron sobre las rutas cruzadas y apropiaciones contaminadas que se producen entre política, ciencia e ideología.

Sólo la discreción de su inteligencia chispeante y la humildad de su personalidad explican que Fernando Estévez haya desenvuelto en un relativo secreto su contribución intelectual a la cultura y la sociedad, de las Islas en particular, aunque de signo universal, como toda la arquitectura de su pensamiento. Quizá por su naturaleza modesta, proclive a deshacerse de pompas, jerarquías y academias, Fernando, juiciosamente, cuando se presentaba en público, prefería anteponer a sus abundantes méritos como antropólogo la condición de agricultor a tiempo parcial y cocinero clandestino. Toda una declaración de principios aplicada a la vida propia, congruente con quien, muchos años antes de que se pusiera de moda, citaba al Ernesto Laclau que había escrito: "La constitución de una identidad social es un acto de poder".