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Cartas a Gregorio

Manuel Ojeda

La familia

Querido amigo, tú dirás que siempre me estoy metiendo con mis hermanos, pero es que, solo con las cosas que le pasan a mi hermano Claudio, se podría escribir un libro.

No hace mucho se le ocurrió la idea de comprarse una de esas barras de gimnasia que se colocan en el marco de la puerta del baño. Pensó él que le vendría bien para fortalecer los pellejos que se nos van descolgando con la edad.

Total que nuestro hombre se aplicó a colgarse de la barra como si se estuviera preparando para las olimpiadas de Río y debió ser que, en un momento de entusiasmo, colgó al completo los tropecientos kilos de su otrora grácil figura y aquel artilugio no lo soportó, por lo que se vino abajo desgarrando puerta, marco, tubo y tornillería con estruendo, para caer el sujeto al suelo arrastrando consigo las cortinas de la ducha, el vasito de cristal del cepillo de dientes, los frasquitos de perfume y todas las toallas que fue encontrando a su paso en un intento desesperado por agarrarse a algo. Por si fuera poco, también arrancó de cuajo el ganchito de cerámica fina para la toallita de mano, aquel que su mujer se había traído en un viaje por Italia. En resumidas cuentas, Gregorio, que nuestro olímpico arrasó con todo hasta caer de bruces sobre el inodoro; primero quiso poner las manos para evitar el impacto, pero resbaló y se dio con la tapa del retrete en todas las narices...

Estuvo unos días sin salir de casa, pero quedó de aquello tan perjudicado que cuando lo vi... pensé que lo había cogido un toro en los sanfermines.

Son este tipo de incidentes los que, inevitablemente, hace que mis queridos hermanos no puedan aguantarse y, como si fuera una enfermedad de incontinencia contagiosa, acabamos todos por mearnos de risa.

Lo mismo pasa con mi hermana María Adela que, cuando un día pasamos con el coche por delante del edificio donde vive, vimos que en la calle se había formado un follón con policía y coche de bomberos incluido. Primero no le dimos mayor importancia pero, por si acaso, llamamos a su teléfono y, para nuestra sorpresa, nos salió un bombero...

Resulta que mi hermanita se había puesto a hablar por el bendito móvil sin acordarse de que tenía la sartén al fuego. Cuando por fin conseguimos que los bomberos nos dejaran entrar al piso, aquello desprendía un olor tremendo a chamusquina y la cocina estaba más negra que el culo de Antonio Machín... Por suerte, el fuego solo causó daños materiales, aunque no se sabe lo que pasó con un hámster que tenía en su jaulita sobre en el poyo de la cocina. Mi hermana le dijo a su hija Cynthia que, posiblemente, se había escapado huyendo del fuego, pero yo vi como recogía discretamente unas cositas negras del suelo con la pala y el cepillo... Cada vez que nos acordamos de todo aquello nos da la risa, Gregorio, pero es que no hay nada más sano en esta vida que saber reírse de uno mismo.

Un abrazo, amigo, y hasta el martes que viene.

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