Existe un magnífico cuento satírico de origen vietnamita titulado Tres generaciones de maníacos (Ba Dòi Gàn) en el que se describe la peculiar reacción de un nieto, un padre y el abuelo ante una misma acción. El jefe de la familia solicita al más joven que acuda a comprar salsa de pescado y vinagre y le da, para satisfacer el precio, un par de piastras. Pero, el nieto, lejos de comprender lo sencillo del cometido, enreda la cuestión con preguntas que entran en la definición del absurdo. Interroga por un tazón para la salsa y otro para el vinagre, a lo que responde el viejo que es indistinto. Luego, ante la perplejidad del abuelo, molesta su atención con la duda sobre cuál de las dos piastras debe dedicarse a la salsa y con idéntico propósito procede con el vinagre. La respuesta no se hace esperar y el abuelo, furioso, golpea al nieto. En esto, llega su padre y, al conocer lo ocurrido, se abofetea a sí mismo. El abuelo, extrañado por el gesto, pregunta el por qué. "Si tú golpeas a mi hijo, yo debo golpear al tuyo". Por no alargar la narración, el abuelo, identificado con el hijo, termina por golpear fuertemente su pecho ante la insolencia del vástago y justifica su conducta con una exclamación: "Por qué no debo yo pegarle a tu padre". Otra vez, el terrorismo golpea con crueldad a la sociedad y qué hace la vieja Europa ante el desafío del horror. La respuesta, al igual que en el cuento oriental, se vuelve contra los propios protagonistas de los actos violentos, en especial, contra las víctimas inocentes y, en lo general de la cuestión, contra el núcleo de una comunidad que no sabe o no quiere ver el peligro que acecha la realidad social. Se enreda, como el nieto ante el abuelo, en preguntas que no van más allá de lo banal o insustancial, alejando de sí la clave del asunto y, por lo tanto, su posible solución. Los analistas pugnan por definir el problema, pero, como dijera Samuel Butler, "definir algo es rodear con un muro de palabras un matorral de ideas". Las palabras impiden ver con claridad el concepto como los árboles no dejan ver el bosque.

El concepto, valga decirlo así, es una civilización, un conjunto de valores que se ha ido fraguando con el pasar de los siglos, con el sacrificio de muchos y la voluntad de otros tantos. Y eso es, justamente, lo que está en trance de desaparecer si no se responde con firmeza y celeridad a la intolerancia y el odio. El terror es sólo una muestra, tal vez la más extrema, de ambas formas de radicalización, pero sólo eso, una materialización externa de algo que bulle en el mismo interior de nuestra sociedad, se quiera o no. Ya no importa el cómo se ha llegado hasta aquí, como tampoco le importaba al viejo en qué tazón habrían de volcarse la salsa o el vinagre, sino el cómo ha de satisfacerse la gran cuestión: qué ha de hacerse para evitar que el extremismo vuelva a golpear en el seno de Europa. Por ahora, nadie ha ido más allá de la mera conjetura, más preocupado por encasillar a los responsables de las sucesivas masacres que en prevenirlas.

No seré yo quien caiga en el error de abofetear al que no sabe o al que no quiere saber, ni tampoco deseo que los políticos promuevan el estúpido juego de la fatua contrición, que también se describe en la historia vietnamita. Lo que sí propongo, porque por algún punto hay que comenzar, es que la educación sea el objeto de reflexión de los legítimos representantes de la opinión pública. Curiosamente, la mayor parte de los responsables de los alevosos crímenes han sido educados en centros formativos de los países que les vieron nacer -países europeos, por supuesto- y, en ellos, fueron instruidos en una serie de valores que sus actos de violencia han terminado por traicionar. Sin embargo, en este contexto lo que se aparta de la verdad es que la educación recibida fuera la necesaria para amparar la supremacía de los valores de una civilización. Hemos sido nosotros mismos, los europeos, los que hicimos dejación de uno de los deberes fundamentales de la protección de los derechos consagrados por la moderna ilustración: salvaguardar las libertades individuales y colectivas del abuso que se hace de ellas por parte de algunos que creen estar por encima de su designio.

Abogar por el laicismo, reservar a la privacidad la fe de cada uno o mostrar una decidida apuesta por la garantía y respeto de los espacios públicos, y no sólo me refiero a los materiales, son pequeños elementos que, hábilmente manejados, pueden convertirse en importantes factores para favorecer un clima de convivencia en el que lo primero sean las libertades del sujeto antes que sus creencias. Y en ello, la educación juega un papel en el que la palabra crucial se queda hasta corta porque una correcta instrucción, en la dirección de la preserva de los valores de una civilización, se antoja urgente en estos momentos. Lo multicultural, y lo repito por enésima vez, fue un gran error, del que ahora se están pagando las consecuencias, pero no todo el panorama se presenta sombrío. Todavía se está a tiempo de cambiar de mentalidad, de afinar el espíritu colectivo hacia un desafío en el que lo europeo ha de examinarse, más que a la luz de un credo o el color de la piel, por la asunción de unos valores que identifican a una comunidad.

(*) Doctor en Historia y Profesor de Filosofía