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Crónicas galantes

Periódicos al baño turco

Aprovechando que el Bósforo pasa por Estambul y que los militares le han dado un golpe, el presidente turco Recep Erdogan acaba de cerrar 130 periódicos, televisiones y radios de una sola tacada. Igual es que había demasiados medios de comunicación en Turquía, o que los sancionados no valoraban adecuadamente las virtudes del gobierno islámico de Erdogan. A menos bulto, más claridad, ha debido de pensar el antiguo socio del español Zapatero en la Alianza de Civilizaciones.

Técnicamente, el régimen de Erdogan es todavía una democracia; aunque el sultán al mando se esfuerce todo lo posible por devolver a su país a los tiempos del viejo Imperio otomano.

Es uno de esos curiosos giros en los que abunda la Historia, si se tiene en cuenta que la actual República de Turquía constituyó en su origen uno de los modelos más avanzados de gobierno en el mundo. Su fundador, Kemal Ataturk, aplicó al país una terapia de occidentalización que incluso a día de hoy podría calificarse de revolucionaria. Entre otras reformas de orden menor, el llamado padre de los turcos convirtió a su país en un Estado laico, promulgó un nuevo Código Civil copiado del de Suiza, abolió la poligamia, introdujo el calendario gregoriano y concedió a la mujer el voto antes que muchos países occidentales.

Todo esto empezó a revertirlo hace más de una década el reaccionario Erdogan, tras ganar las elecciones como líder de un partido de tendencia islamodemócrata, a semejanza de los moderados cristianodemócratas europeos. De estos últimos solía decirse que, en el caso de ser arrojados a los leones en el circo de Roma, se comerían ellos a las fieras y no a la inversa; pero quizá se trate de simples exageraciones. En lo que toca a Erdogan, bastante más islámico que demócrata, la hipótesis parece cumplirse. De momento se ha comido ya más de un centenar de medios de comunicación dentro de una purga general que afecta a más de sesenta mil funcionarios del Estado.

Nada hay de insólito en esta actitud, dado que lo propio de una dictadura -y Turquía está en ello- es que todo esté prohibido salvo lo que resulta obligatorio. Décadas atrás, los coroneles de Grecia prohibieron, por ejemplo, la enseñanza de la matemática moderna en la creencia de que la teoría de los conjuntos niega la lógica formal y, por lo tanto, podría abrir "un peligroso camino para la infiltración subversiva".

No menos imaginativa, la soldadesca de Augusto Pinochet quemó en Chile todos los libros que hiciesen alusión al cubismo, en el convencimiento un tanto exagerado de que guardaban relación con el régimen de Castro en Cuba.

Parecidas sinrazones llevaron al dictador Oliveira Salazar a prohibir la Coca-Cola en Portugal; aunque el fundador del Estado Novo no llegase a los extremos de Saparmurat Nizayov, presidente de Turkmenistán que declaró fuera de la ley a las enfermedades infecciosas. Desgraciadamente, las bacterias y virus prohibidos por decreto se resistieron a desaparecer, detalle que no hizo sino confirmar su carácter insurgente y revolucionario.

El turco Erdogan no ha llegado tan lejos y, por lo de ahora, se limita a cerrar periódicos y encerrar a sus opositores bajo la oportuna alegación de que estaban compinchados con los militares golpistas. Lo malo es que tiene la llave de entrada de los refugiados a Europa: y solo es cuestión de darle tiempo.

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