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El mundo actual

Un trío en la alcoba de la Casa Blanca

Dicen las malas lenguas que el matrimonio Clinton es, en realidad, un convenio de mutuo acuerdo entre dos personas sedientas y hambrientas de poder. Y que el sonrosado Bill no se unió a Hillary por amor sino por conveniencia. Y viceversa. Y que cuando pasó lo que pasó entre el entonces miembro electo del Despacho Oval (Oral, más bien) con la becaria la engañada esposa no tuvo problemas en pasar por alto el tropezón porque no vamos a romper una alianza por un quítame allá esas pajas. Siguiendo la estela de esa maledicencia, la última temporada de House of cards ha jugado sin pudor esa carta marcada por los rumores metiendo en su argumento un giro dramático festivo de lo más sorprendente: un trío en la Casa Blanca, aunque en este caso quien se tira una cana al aire es la esposa y no el marido. A Frank Underwood (Kevin Spacey de nuevo brillando como él sabe, tanto que a veces el actor eclipsa al personaje) el sexo le sobra. La única erótica que le interesa es la del poder: mandar, conspirar, hundir la flota enemiga, rescatar náufragos para que luego le sirvan fielmente. En cambio, su esposa (Robin Wright, tan aparentemente fría pero tan llena de deseos por cumplir, de todo tipo y condición) necesita algo más que el goce del mando. Necesita, por qué no, una piel que le recuerde que es un ser humano aún con sentimientos que cultivar y emociones que compartir. Y entonces llega el pacto: el escritor honesto y sincero que trabaja escribiendo discursos para la pareja presidencial entra en su zona erógena y saltan chispas. ¿Amor, tal vez? Por favor, esto es House of cards, el imperio del cinismo y la mala uva, no nos emborrachemos de palabras peligrosas. Pero algo sienten porque se miran como se miran. Cuando el presidente se entera, lejos de enfadarse estimula la relación. Qué bien le viene. Y a ella. Y al periodista listo, claro. Hay una escena genial, de las mejores de una temporada que, pese a ser ingeniosa y entretenida casi siempre desfallece en algunos capítulos y en otros se vuelve un poco desquiciada (y burda en sus planteamientos maniqueos). Tras firmar el pacto verbalmente de "tú acuéstate con quien quieras pero mantengamos sólida nuestra alianza política", la esposa y el esposo desayunan. Entra el tercero en concordia. Se sienta entre ellos. El presidente coge el periódico y las gafas y se pone a leer. Nadie dice nada. No hace falta. Esos pequeños detalles hacen grande en ocasiones la serie, que en contadas ocasiones huma-niza a sus personajes (monstruos de la política, como el matrimonio Clinton) de forma inesperada, como cuando Spacey se quita los zapatos delante de su rival republicano ("los estoy ablandando"), lo que no deja de ser una forma de desdén, o cuando Robin Wright hace lo mismo para ponerse una tirita. A los implacables ingenieros de la política más sucia y despiadada (véase el final de la temporada: el terror al poder) también les duelen los pies, así que no pueden ser de barro. Más bien de plomo, como las balas que están a punto de terminar con la vida de quien desprecia la ajena.

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