Extendí tan pancho la toalla sobre la hamaca, me desprendí de la camiseta, saqué de la mochila mi libro y me tumbé. El día por delante, toda la mar enfrente. Nivel más que aceptable de silencio. El comienzo de la novela decía: "El de Mary era el cuarto cadáver que aparecía en el último mes. Todos en una floristería. Todos de mujer. Todos con el dedo meñique amputado". Fue acabar la frase y sonó una alarma que conmocionó a media playa. Era el detector de lecturas. Enseguida vino el hamaquero a reconvenirme: caballero, acaba usted de leer una frase de una novela negra y esta es una playa sólo para lectores de ensayo.

Siempre he querido colocar en un artículo la palabra estupefacto, pero, sobre todo, siempre he querido quedarme estupefacto. Nunca lo había conseguido. Ahora sí. Estupefacto porque yo creía que esta era una playa de libre lectura. Ayer fui a una playa de poesía, no lo pasé mal, pero tuve que irme cuando una chica se me acercó en la orilla y comenzó a hablarme en endecasílabos.

Yo no hablo en verso cuando leo poesía ni me expreso como Hamlet cuando leo a Shakespeare, pero es que hay gente a la que la lectura le influye mucho. Imagínense que yo por leer novela negra me diera por ir matando gente y dejando sus cadáveres amputados en una floristería.

Bueno, el caso es que mi estupefacción y yo le dijimos al camarero que no teníamos otro libro, y mucho menos de ensayo, que creíamos que aquí se podía leer cualquier cosa. No es este un mes para ensayo, añadí poniendo cara de muy enfadado. Alguien ya ha escrito eso, me replicó. De hecho, recalcó, hay un ensayo filosófico sobre la inconveniencia de escribir o leer cosas profundas en agosto. Por eso está la playa medio vacía, pensé. Recogí mi toalla y también mis bártulos: el móvil, el bronceador, el abrecartas, el sombrero, las llaves y unas cuantas frases de Montaigne, rey de los ensayistas, que estaban allí seguramente arrojadas por algún lector desaprensivo, que también los hay por mucho ensayo que lean. Y las llaves. Las llaves también hay que recogerlas siempre. Abultan en los bolsillos y hasta molestan pero son parte insustituible de nuestros bártulos e inclusive de nuestra tranquilidad, donde va a parar llegar a casa a las dos de la mañana con cuatro cervezas y tener la llave. A veces en esa situación imagino no tenerlas. Y es entonces cuando más las valoro. Ganas me dan de abrazarlas. Mi cerrajero sin embargo valora más (50 euros) que yo me las deje dentro.

El hamaquero se ofreció a prestarme un ensayo sobre los orígenes del cantonalismo que un señor se había olvidado allí. Sopesé la oferta, pero ya estaba enganchado al misterio de los cadáveres en las floristerías, así que le pregunté por una playa de libre lectura o en la que los detectores permitieran ficción negra. No hay ninguna, me dijo. Total, en esas playas todo el mundo se ahoga.