La Provincia - Diario de Las Palmas

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Tropezones

Una buena acción

Ayudar a un ciego a cruzar la calle suele ser la buena acción por antonomasia. Pero yo no estoy hablando de este tipo de iniciativas; eso está al alcance de cualquiera.

Yo les propongo buenas acciones como la que protagonicé hace ya unos años.

Veraneando en un pueblecito de la provincia de Barcelona, tuve la oportunidad de asistir a la bendición de vehículos propia de la festividad de San Cristóbal. Es una ceremonia muy festiva y popular que al celebrarse el 12 de julio, en pleno verano, convoca la asistencia de buen número de vehículos de los veraneantes, normalmente de gama más alta que los modestos fotingos de los habitantes del pueblo.

Por una de esas casualidades la dirección del tráfico, encomendada al guindilla del pueblo, colocó mi modesto Seat en cabeza de la importante cola de turismos que rápidamente se fue formando a mis espaldas. Por ello, cuando arrancó la comitiva de coches anhelantes de ser salpicados por el agua bendita del párroco, fui el primer privilegiado en ser consagrado. Lo que afronté con suma entereza y devoción.

Hasta que rebasado el púlpito móvil desde el que se procedía a la liturgia, el monaguillo de turno me aproximó un cepillo de grandes dimensiones, más propio tal vez de alguna de las limusinas que me sucedían.

Al no haber previsto tal contingencia, fui a echar mano de algún billete de importe adecuado al nivel del acontecimiento. Al ser el primero de la comitiva no se me había dado la oportunidad de comprobar la supuesta cuantía de las dádivas apropiadas a dicha bendición, bastante rústica e improvisada, todo hay que decirlo. Así que me dispuse a seleccionar un óbolo acorde con mis cálculos, comprobando horrorizado que no sólo no llevaba suelto, sino que el único efectivo del que disponía era un "billete de los grandes", a todas luces una desmesura, rayando en la soberbia y la provocación. Pero al no quedarme otra, procedí con gesto rumboso a depositar el billete en el cepillo, con la conciencia agridulce de que al ser el primero en aportar a la causa mi gesto no iba a quedar inadvertido en la caravana que me seguía.

Y a fe mía que mi buena acción no pasó desapercibida, sino que marcó la pauta de una aportación a San Cristóbal como jamás se había visto en el pueblo; hay que comprender que no es lo mismo soltar unas monedas desde el discreto anonimato en un banco de la iglesia que ejercer la caridad repantigado en el cómodo sillón de cuero de un Mercedes, fiscalizado por las escudriñadoras miradas de los atentos fieles.

Pues he de confesarles que esta buena acción, un pelín forzada, tampoco voy a negarlo, supuso, según posterior confidencia de mi párroco, una aportación solidaria como para reparar toda la techumbre de la iglesia.

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