La Provincia - Diario de Las Palmas

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Inventario de perplejidades

La nueva fiebre del oro

Ha terminado el gran negocio olímpico en el que España ha conseguido siete medallas de oro, cuatro de plata y siete de bronce, lo que para una potencia deportiva de tamaño medio, que diría don Felipe González, es un buen resultado. He entrevisto, más que visto, los momentos cumbre de la competición en el salón de casa, en los bares, o en el domicilio de algún amigo donde estuve de visita porque el abrumador seguimiento que hicieron los medios obligaba a todo el mundo a estar puntualmente informado de la mañana a la noche. Y conozco gente que para no perderse nada del acontecimiento se levantaba de madrugada para verlo, dada la diferencia horaria con Brasil. A mi modo de ver, y desde una perspectiva patriótica, lo más destacado de los juegos fue el triunfo en salto de altura de una atleta santanderina de 37 años de edad que superó el listón con una seguridad pasmosa en las propias fuerza. Después de ella, hay que mencionar elogiosamente a una nadadora catalana, a dos tenistas baleares, a tres remeros, a una luchadora, a una raquetista de bádmington, a un ciclista de mountain bike, y a las mujeres y a los hombres del baloncesto, que estuvieron ( me refiero a los hombres) a seis puntos de vencer a los superprofesionales norteamericanos de la NBA, esos que se alojaban en un barco de lujo para no rozarse con los mortales hospedados en la villa olímpica. Sostengo desde hace años la peregrina teoría de que el baloncesto de la NBA no está, en la actualidad, muy por encima del europeo y que si se formasen aquí dos o tres equipos continentales para enfrentarse a ellos (Estados Unidos de hecho es casi un continente) otro gallo cantaría. Y véase si no el extraordinario caso de la ex-República de Yugoslavia, que una vez rota en pedazos después de una guerra brutal ha sabido formar varios equipos de baloncesto del más alto nivel. (Hay quien se malicia que la partición del antiguo estado balcánico tuvo entre otros objetivos acabar con aquella maravillosa selección yugoslava). Por lo demás, el negocio olímpico nos ha permitido ver en acción al supersónico atleta jamaicano Usain Bolt, el asombroso nuevo récord del mundo en cuatrocientos metros lisos de un atleta sudafricano, y las últimas proezas del nadador norteamericano Michael Phelps que cruza las piscinas a velocidad de delfín. Todo eso fue relativamente fácil de digerir en intensas jornadas de televisión administradas en vena, pero lo mas complicado de soportar fueron los relatos apasionados de los locutores que transmitían el acontecimiento. Unos relatos que llegaron al paroxismo cuando un deportista español estaba a punto de lograr la medalla de oro. Entonces, los gritos ansiosos de "¡oro!, ¡oro!, ¡oro!, ¡oro!.." acompañaban los últimos tramos de la carrera como si en vez de asistir al final de una competición atlética estuviésemos acompañando a una tripulación pirata durante el descubrimiento del tesoro escondido del capitán Flint. Los penibéticos hemos padecido históricamente la obsesión por el oro desde la colonización romana hasta la conquista de América, pasando por las reservas del Banco de España que los republicanos se llevaron a Moscú. Pero nunca, que yo recuerde, siete medallas de ese metal fueron tan jaleadas.

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