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Crónicas galantes

Se prohíbe prohibir

Evocando el espíritu de Mayo del 68 por el que se prohibía prohibir, el Consejo de Estado de Francia acaba de levantarle el veto al burkini: esa extraña prenda que viene a ser un burka en versión playera. Las señoras y señoritas musulmanas que deseen tomar baños sin necesidad de enseñar el voluptuoso tobillo ya pueden hacerlo con todas las de la ley en los arenales de la vecina República.

La prohibición que ahora se levanta había sido cosa de alcaldes, aunque el primer ministro Manuel Valls dio a entender que, si le dejasen, también su gobierno la adoptaría. Craso error. Como bien se han ocupado de explicar los sabios del Consejo, este tipo de intromisiones del Estado en la forma de vestir de la gente atenta contra las libertades básicas y aun contra las accesorias.

Es precisamente la liberté (más que la égalité y la fraternité) lo que distingue a un país regido por hábitos civiles, como Francia, de aquellos otros en los que las leyes emanan directamente de Dios.

Las mujeres que defienden su derecho a bañarse cubiertas de telas como un ropero en las playas de Occidente, por ejemplo, no podrían vestir bikini o siquiera bañador de una pieza en las de sus países de origen. Es dudoso que algunas o muchas de ellas se lo pongan por propia voluntad; pero si lo hiciesen no estarían sino reconociendo la superioridad ética de las sociedades gobernadas por el infiel.

Aquí es el propio Estado el que defiende sus derechos, sin distinguir entre razas, religiones o credos, por disparatados que puedan parecer y en efecto lo sean a menudo. Mucho es de temer que los devotos más extremados de una religión no atinen a distinguir estas sutilezas; pero sí deberían hacerlo las gentes civilizadas.

La indumentaria es una cuestión de gusto y por tanto estrictamente personal en la que ningún Estado debe meterse, salvo que hablemos del Afganistán donde los talibanes impusieron en su día el burka. Otra cosa es que se trate de una provocación, como por ahí se ha sugerido a propósito del burkini; pero aun así lo que diferencia precisamente a las naciones civilizadas de las teocráticas es el respeto a sus propias leyes. Justamente lo que ha hecho el Consejo de Estado francés al levantar la estrafalaria prohibición de esa prenda.

Lo del burkini es una chuminada como la de la Meca Cola que hace cosa de diez años inventó un avispado comerciante francés. La idea consistía en ofrecer una "opción ideológica islámica" a los musulmanes temerosos de pecar con la Coca Cola. En vez de eso, y sin más que dar un trago a la nueva bebida, sus consumidores lucharían contra el capitalismo, el sionismo, la judeo-masonería y lo que hiciese falta.

Aquella ocurrencia no tardó en pasar al olvido en los países occidentales, como probablemente sucederá con la moda del burkini, igual de pasajera que cualquier otra. En realidad, lo que ha lanzado este barroco bañador a la fama fue precisamente la atención que le prestaron las teles y, por último, el insensato veto que le pusieron algunos alcaldes de Francia.

Frente al victimismo de los fanáticos, siempre deseosos de epatar al burgués (o al infiel, en este caso), lo respuesta más razonable es la indiferencia. Mirar para otro lado hasta que se aburran y, si fuera el caso, dejarles que ejerzan su libertad de ser esclavos de un dogma. Al final, hasta es posible que dejen de ir a la playa.

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