La siesta fue antaño la vergüenza nacional, verdadera culpable del subdesarrollo español. Pero en este siglo digital la siesta va ganando mucho prestigio. Los neurocientíficos defienden que el reseteo a mitad del día es muy saludable y hasta aumenta nuestra productividad, que era donde verdaderamente "mordía" la siesta española. He leído (antes de prolongar mis siestas) que una cabezada de media hora aumenta un 10% el Coeficiente de Inteligencia.

Pero tiene más utilidades. Como ayer descubrimos, es de lo más conveniente celebrar los debates de investidura a la hora de la siesta y más si no van a ser realmente debates de investidura. Sólo el sopor anestésico que proporciona la siesta nos permite contemplar sin ira otro simulacro de llegada al Gobierno. Sólo ese entumecimiento de sofá impide que se nos abran las carnes y perdonar a nuestros políticos que, en vez de ponerse a gestionar el país, continúen anulándose mutuamente. Sólo chutados con la indiferencia que precede al sueño se podía contemplar ayer a Mariano Rajoy imitándose a sí mismo muy parsimoniosamente, a sabiendas de que no tiene los votos para llegar a La Moncloa ni, de momento, los tendrá. El discurso de Rajoy fue tan apasionante que los traductores a la lengua de signos resultaban más interesantes que él.

A la hora de la siesta, en televisión, pasan cosas terribles y no nos inmutamos. En el documental de la siesta, el león se come a la gacela; la sangre corre, pero es sólo el ciclo de la vida. En la etapa ciclista de la siesta, el deporte más cruel resulta hermoso y épico. En la investidura de la siesta, la destrucción implacable de la confianza de los españoles en los partidos que deberían articular su democracia queda como un runrún de la tele en la sobremesa. Nada grave.