La Provincia - Diario de Las Palmas

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Reflexión

Traición al sentido común

Hoy son cuatro los elementos que el profesorado tiene vetados en su acción en el aula: mandar, enseñar, evaluar y calificar. Fácil se ve que esta cuarteta, desde el inicio de la actividad pedagógica, ha sido consustancial con la tarea educativa, pero ahora, y por suerte del crucial impacto de las nuevas corrientes de pensamiento, es contemplada como el peor camino que pudiera seguir un profesional de la enseñanza. ¿Qué ha ocurrido para que se llegue hasta este convencimiento? Y, lo más importante, ¿es correcto y legítimo este planteamiento? La respuesta a la última cuestión es un no rotundo, incluso desde un plano ético. No obstante, la vergüenza, acaso la dignidad de los que nos esforzamos a diario en el espacio educativo por atraer el alumnado hacia el conocimiento y la moral, requiere una explicación. En primer lugar, el alegato pedagógico de última hora priva al profesorado de la autoridad, deslegitimando su función y el alcance de sus decisiones. En realidad, disuelve cualquier atisbo de responsabilidad, redistribuyendo ésta entre los actores de la acción educativa. Como particular fruto del relativismo de nuestra época conduce a tantas contradicciones que invalida el mismo concepto al que, supuestamente, ofrece sustento. Cualquier maestro sabe que, al margen de la auctoritas, podrá haber muchas cosas, con muy diferentes nombres, pero es imposible enseñar. Se ha entendido que la misión del profesor debe eliminar la verticalidad en su desempeño, comenzando por asumir el papel esencialmente secundario del profesional. Lo paradójico de esta apuesta es que todas las leyes vigentes, incluidas las educativas, reconocen la responsabilidad negativa del enseñante. Si pasa algo en el aula el único que debe responder es el maestro, aunque la Nueva Pedagogía le disocie de ella. En definitiva, se aparta al docente de cualquier posición dominante, por indeseable y desfasada, pero, por otro lado, se le abandona en su función. Es como si a un comandante de línea aérea no se le dejara mandar en la nave, pudiendo el pasaje entrar en la cabina y modificar a su gusto el rumbo y configuración del vuelo, pero, llegado el momento, si algo ocurriese, la responsabilidad fuera exclusivamente suya. Desde luego, tan absurdo como peligroso, porque, además, los pseudopedagogos insisten en que la autoridad han de ganársela los maestros. Me cuesta imaginar la situación, pero a título ilustrativo la recreo: pasajeros, yendo y viniendo por los pasillos del avión, sin orden ni concierto, para obtener las suficientes garantías de la tripulación. No sigo porque uno no desea provocar el pánico, aunque lo descrito no está tan alejado del panorama educativo actual, al menos el que postulan los ideólogos de la Nueva Educación.

En segundo lugar se pretende la eliminación progresiva de los contenidos, desprestigiando el conocimiento y su transmisión mediante la depauperación del valor epistemológico de la ciencia y su enseñanza. Roger Schank, uno de los promotores del movimiento, ha pronunciado una frase premonitoria de lo que le espera a la educación: "El álgebra es como una religión". Semejante disparate debería descalificar a la persona que lo elabora, privarle de cualquier ambición en el mundo pedagógico y, sin embargo, tal afirmación le ha encumbrado entre los defensores del cambio de modelo educativo. Aceptar este supuesto, la identidad entre ciencia y religión, sitúa a la enseñanza en plena Edad Media. Lo peor es que nadie, sólo los profesores demodés, alertamos del desvarío relativista de los ultramodernos, del caos que se avecina. En tercer lugar, la evaluación deja de ser un objetivo en un doble sentido. Evaluar es algo relativo -les suena-, criterial, como ahora se dice, ajeno al crecimiento psicológico de la persona. Evaluar resulta irrelevante porque es totalmente prescindible. Ya no importan, ni siquiera se contemplan como definitorios del proceso de aprendizaje, los rendimientos objetivos del alumno. Es sólo una instantánea, y como tal, no descubre el potencial del individuo. Lo ha dicho Schank: "La evaluación mata a la educación". Un sofisma que solamente aspira a maquillar el discurso relativista que se ha tejido en torno a la educación. El cuarto elemento es la calificación y resume los dos anteriores. En la actualidad el prestigio de la docencia está en las antípodas de la tradición puesto que calificar no es mostrar el acuerdo con el grado de adquisición de los conocimientos por parte del que aprende, sino la indisimulada manera de proteger al alumno de sí mismo, de excluirle de la responsabilidad de su destino pedagógico y académico. Todo un artificio paternalista que enfatiza el signo decadente de unos tiempos reñidos con el valor del esfuerzo y el reconocimiento del talento. En conclusión, el modelo pedagógico de la Nueva Educación es contrario a la moral, al deseo de progreso de la responsabilidad y la autonomía personal, pero, por encima de todo, es la más flagrante y perniciosa traición al sentido común.

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