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Crónicas galantes

No hay laicos en Navidad

En un inesperado arrebato de religiosidad, los partidos -laicos o descreídos en su mayoría- van a pactar que las terceras elecciones no se celebren en fecha tan hogareña como la del nacimiento de Jesucristo. Se conoce que no quieren amargarle la Pascua a su clientela, por temor a que esta se cabree y les haga una butifarra ante las urnas.

Es una aprensión de lo más razonable. El verbo cabrear tiene, a fin de cuentas, un doble significado. El más usual es el de enfadar o poner de mal humor a alguien; pero también alude a la acción de meter ganado cabrío en un terreno. De ahí que los pastores encargados de meter a los votantes en los colegios hayan optado por no cabrearlos más de la cuenta obligándoles a compartir la comida de Navidad con extraños compañeros de mesa (electoral).

Tanto los conservadores de Rajoy como los socialdemócratas de Sánchez coinciden en abordar una reforma exprés de la ley que reduzca a la mitad el periodo de campaña, con el objetivo de adelantar al 18 de diciembre el día de la votación. Los de Unidos Podemos consideran algo precipitado el método, pero aun así se declaran a favor de la mentada reforma. Hay consenso general, en definitiva.

En esto se conoce que, cuando los partidos quieren, pueden. Ya lo habían demostrado hace unos meses, al ponerse unánimemente de acuerdo sobre la necesidad de cobrar la indemnización por cesantía en el escaño. En lo tocante a aprobar dietas y sueldos no suele haber grandes ni aun pequeñas diferencias entre los parlamentarios, dado que el dinero, caballero poderoso y vagamente divino, trasciende las ideologías terrenales.

Otro tanto parece haber ocurrido ahora con la religión propiamente dicha. Para un ateo como Dios manda, la Navidad debiera ser en principio una fecha igual que otra cualquiera; pero eso es tanto como desconocer el peso de la tradición judeocristiana en Europa y, señaladamente, en España.

De puertas afuera, todos los partidos coinciden en la necesaria separación entre Iglesia y Estado; e incluso los hay que, en su deseo de marcar distancias, llegan a rebautizar las navidades como "fiestas del solsticio de invierno". Los más imaginativos han ideado y puesto en práctica los así llamados "bautismos civiles", aun a riesgo de incurrir en contradiós -o absurdo- con esa mezcla imposible de códigos teológicos y profanos.

A la hora de la verdad, sin embargo, todos se rinden a la evidencia de que la religión -o al menos sus manifestaciones externas- sigue pesando lo suyo en España. Se puede mantener al país sin gobierno durante un año o lo que haga falta; pero ni el más extremado de los grupos parlamentarios se atrevería a dejar sin comida de Navidad a los miles de españoles condenados a pasar esa fecha en un colegio electoral.

Solo así se entiende que después de ocho meses de negociaciones, pactos fallidos e investiduras que no visten a nadie con la púrpura del poder, el único acuerdo firme que van a alcanzar la derecha y la izquierda consista en evitar que las elecciones caigan el día siguiente a la Nochebuena.

Lo que no ha conseguido la UE ni los editoriales del New York Times que urgen la formación de un gobierno en España, va a hacerlo la Navidad, aunque solo sea en cuestión de fechas electorales. Ya lo dijo en su momento Santiago Carrillo, aquel socarrón líder del PC: "Yo soy ateo, gracias a Dios".

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