El otro día me encontré con un viejo amigo joven y estuvimos un rato charlando de política, filatelia y lámparas para la cocina. Nos despedimos y me quedó una agradable sensación. No en vano, siempre ha opinado lo mismo que yo sobre las lámparas.

Miré cómo se alejaba y de repente vi que se le caía del bolsillo un pequeño objeto. Corrí para cogerlo del suelo y dárselo pero me percaté de que era un dogma. Un dogma clásico, inexpugnable, uno de esos dogmas que te meten en la cabeza de pequeño (o en el bolsillo) y del que ya difícilmente te libras en la vida. No un prejuicio. No. Un dogma. Una verdad excluyente que tal vez ni sea verdad ni nada y que, precisamente, te llena de prejuicios. Un conjunto de creencias de carácter indiscutible y obligado para los seguidores de cualquier religión, doctrina política, etc.

A mí me trataron de inculcar ese dogma también, pero como tenía la mala costumbre de no desayunar me dolía la cabeza y entonces no ponía atención a nada. El resultado es que no aprendí bien las operaciones matemáticas, ni la tabla periódica, ni casi los reyes godos, pero tampoco me entraron bien los dogmas. Por cierto, que una vez que excepcionalmente acudí bien desayunado, explicaron el curso del Ebro, del Miño y del Sil y se me quedaron grabados estupendamente. Una vez fui de excursión al río Sil por ver si era cierto que pasaba por allí o era un dogma. Me atreví incluso a pescar. Eché el anzuelo pero en vez de un dogma me salió una trucha que un joven amigo viejo cocinó luego a la navarra, aunque el jamón que utilizó era un poco perruno, que yo no sé las ganas de estropear una trucha de esa forma, pero en fin, se ve que en la cocina también hay dogmas. Uno de ellos yo lo derribé hace cuatro años y siete días: ese que dice que al pescado no le va bien el tinto. Bueno, a lo que iba: que miré el dogma, lo remiré, vi cómo mi amigo se alejaba y sopesé si dárselo o no. Pensé que era algo suyo y que tenía que ser él el que decidiera utilizarlo o no, pero también pensé que le haría un favor despojándole de tal cosa. Como pienso lento pues el amigo dobló una esquina y lo perdí de vista. Ahora era yo el que tenía el dogma. Podría endilgárselo con habilidad a algún viandante. O a un conocido. O quedármelo yo. Pero también podría encontrarme con otro amigo o un conocido y que me lo notara o que yo mismo lo sacara a relucir sin darme cuenta en cualquier situación y que me tomaran por un dogmático. Comencé a comerme la cabeza. Metafóricamente, claro, no vayan a creer que le di un bocado con jamón y vino. Total, que ya me estaba incordiando el dogma, y de hecho, si lo tiraba iba a contradecir la teoría general de que uno no se libra de los dogmas jamás. Ahora vivo con el dogma encima. Lo metí en el bolsillo pero se me ha subido a la cabeza. Si lo sé, me la como literalmente. A ver si encuentro a mi amigo. Aunque me han dicho que ahora va por libre.