La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Fiestas del Pino Romería-ofrenda

No hay pan de huevo para tanto chorizo

En Teror hay dos tipos de familias: las que engalanan los balcones y ventanas en las fiestas del Pino y hacen las camas para acoger a los huéspedes y las que abandonan el pueblo escopeteadas huyendo del mundanal ruido. La mía no es ni de un tipo ni de otro. Más bien de los dos juntos.

La casa familiar se adecenta y adorna para residir en ella unos días y recibir a los foráneos, pero la mitad de los miembros (entre ellos yo) desaparece del municipio mientras dura el jolgorio, que, como el misterio de la santísima trinidad, se distribuye en tres. No en padre, hijo y espíritu santo, sino en el día de la romería, el Pino y el domingo siguiente de las Marías.

Una buena parte de mi existencia, desde niño, viví con alegría asustadiza las fiestas del Pino de Teror. Los tumultos asustan un poco y personajes populares como Pepe Cañadulce imprimían respeto a los infantes, aunque fuera un cacho de pan. No voy a decir que viviera la fiesta con fe y fervor, porque mentiría, pero sí con una sana devoción a la celebración festiva, a las luces de colores, la música, los ventorrillos, el olor a pinchitos morunos, a algodón de azúcar, a manzana caramelizada, a los cochitos de choque y su música discotequera y altisonante, a la ruleta rupestre, a la tómbola pedestre de la Chochona ("me gusta la Chochona, yo quiero la Chochona..."), a las voces inconfundibles de los feriantes que invitaban a comprar el boleto "porque siempre toca, si no es un pito es una pelota".

El olor a los chorizos de Teror y al pan de huevo de Tato y Pilar, al pan de pueblo con matalahúva, a las papas fritas de las Galindo (las castañas asadas eran en invierno), a los donuts, las milhojas y el vaso de Clipper de fresa de casa Elisita, a las vueltas primero del bar Americano y después de Paco (ahora de Gonzalo), al hígado que despachaba Santiaguito Pérez en su bar y que tanto le gustaba con Appletiser a mi madre (y le sigue gustando, aunque ahora el bar se llame Paco y se distinga más por las vueltas de cerdo, los calamares y los churros de pescado), a las partidas de cartas o dominó en el bar de Diego, a los bailes en el Casino de la UCD Teror (Unión Cultural y Deportiva, no Unión de Centro Democrático), al pescado a la plancha y la carne mechada del hotel Royal de tío Tono acompañadas de un Nik o una Tropical, al fantástico tocinillo de cielo de la también fantástica tía Lola, a la sala recreativa de máquinas tragaperras, futbolines y billares que estaba frente a mi casa, en la famosa atajúa regentada por el incansable y recio Antonio García.

Cada día me despertaba con la música de la canción del verano de turno. La de 'María Teresa sí que besa' de Juan Erasmo Mochi me tenía los oídos horadados con su ritmo pegadizo. Siempre había alguien que ponía unos duros en la ranura de la máquina de discos para escoger la canción de María Teresa (la Campos aún no era famosa), que nos gobernaba los días más que María Cristina. La ventana de mi dormitorio daba hacia la araucaria chilena de la huerta, ornamentada por el consistorio con bombillas de colores que apenas me dejaban pegar ojo. Los taxistas contribuían a la vigilia tocando la bocina cada vez que la Unión Deportiva Las Palmas, pregonera de este año, marcaba un gol, casi siempre del argentino Morete

Fue una infancia y adolescencia de pandilla. Nos juntábamos los que vivían en el pueblo con los que íbamos cada fin de semana y pasábamos las vacaciones de verano y semana santa (en navidad solo se iba si no hacía mucho frio). Las madres, bastante desconfiadas de nuestra improbable religiosidad, nos preguntaban los domingos de qué color era la túnica del cura para cerciorarse de que asistíamos a misa. Cuando se dieron cuenta de que era fácil saber el color de la vestimenta con solo asomarse a la puerta de la iglesia, también empezaron a preguntarnos sobre el contenido del la homilía, pero para mí todos los sermones eran iguales. No hay cosa más repetitiva que un sermón.

Las pandillas del pueblo se repartían entre la alameda, la plaza de Teresa de Bolívar y los banquitos de piedra que estaban frente al hotel Royal y que desgraciadamente los derribaron hace muchos años para levantar casas en su lugar. Antiguamente, cuando aún las terrazas no estaban de moda, el Royal instalaba sillas y mesas para merendero. Aquellas croquetas sí eran croquetas de verdad.

Mi abuelo iba a comprar cada día el periódico al estanco de Agustinito. Luego, cuando se despistaba o se dormía la siesta en el sillón del balcón, yo se lo quitaba. De allí me viene mi vocación periodística. Estoy seguro de que si él no hubiese sido lector diario de periódico hoy me habría dedicado a otro oficio. Mi padre era un hacha haciendo los crucigramas de los domingos. Nunca fui fumador habitual de cigarrillos, aunque tras un viaje de trabajo a La Palma me aficioné a los puros durante una época. Antes compré a escondidas algún puro suelto en el estanco de los periódicos para fumármelo en la azotea. Me encanta su aroma, al contrario que las colonias. Si hubiera un perfume con sabor a tabaco, lo consumiría.

Las golosinas las comprábamos en casa Pulido o en el bazar de Paquito Ortega Gil. La compra de comida se hacía en tiendas tradicionales de aceite y vinagre. Si estábamos en casa de los abuelos maternos se compraba en la tienda de Benito Quintana y su hermana Nena, que con el tiempo se convirtió en un Super Sol de la marca Hiperdino. Al lado de la casa de los abuelos paternos había otra tienda de víveres, la de Manolito y Pinina, que era mitad de aceite y vinagre y la otra hacía las veces de bar, divididos por aquellas cortinas tan típicas de bolitas multicolores. Él regentaba el bar y ella la tienda, aunque a veces se intercambian. Manolito siempre me llamaba 'rubio' (nunca supe por qué) cuando hacía la compra que mi madre previamente me escribía en una lista. Nunca se pagaba al contado. Siempre se apuntaba y al final de semana o de mes se finiquitaba la cuenta. Antes se fiaba, hoy no.

Vivíamos junto a la parada de taxis en el Paseo González Díaz, de donde se veía estupendamente el desfile de carretas de la romería del Pino. Por eso ese día se abarrotaba la casa de familiares lejanos y amigos que hacía un año que no veías y que seguían la comitiva en primera fila desde el gran balcón, las ventanas y hasta desde la azotea. Como en una cabalgata de reyes para adultos, los representantes de los pueblos tiraban frutas y hortalizas que nos servían de avituallamiento. Los más descarados bajaban a la calle a llenar el vaso de vino de Tirajana o ron de Arucas.

Los terorenses no somos dueños del pueblo cuando llegan las fiestas del Pino. Son los forasteros los que se apropian de la villa, los que la toman desde la basílica al monasterio del Císter, donde las monjas de clausura siguen haciendo sus inconfundibles y tentadores dulces. Cuando niños también nos acercábamos a comprar recortes (la pasta de pan ácimo que sobraba después de recortar los círculos de las hostias destinadas a la iglesia para comulgar). Siempre me impresionó aquel torno por el que oías pero no veías a las monjas. Era una especie de confesionario gastronómico:

-Ave María Purísima.

-Sin pecado concebida.

-¿Qué desea?

-Póngame una bolsa de recortes, unas truchas y unos bollos de anís. ¿Qué se debe?

Soy terorense (aunque nacido en la clínica Cajal), hijo de padre y madre oriundos de Teror. Mi carné de identidad indica que nací en Teror y me he sentido siempre orgulloso de llevar esa denominación de origen. Hasta cuando estuve estudiando en Madrid llevé un chándal negro de mi padre con letras blancas que decían 'UCD Teror'. Él fue fundador, jugador, entrenador y directivo del club de fútbol y fue el que me inculcó la afición por este deporte que sigo guardando a pesar de todo. De hecho yo también llegué a vestir los colores del club en las categorías infantil, juvenil y regional o senior hasta que me fui a estudiar a la capital de España. Ni la UCD Teror se perdió ningún buen futbolista ni la Complutense ganó un buen periodista, pero al menos sigo vivo para contarlo. Los godillos se mosqueaban y me preguntaban primero si era un chándal político del partido de Adolfo Suárez. Ante mi negativa, volvían a la carga asustados porque ellos leían 'Terror' donde simplemente decía Teror. Lo que hace el miedo.

Digo que aunque soy terorense y siento la villa por todos los poros, no soy el mejor embajador del pueblo, no solo porque huyo durante estos días grandes y festivos del bullicio, sino porque no tengo la fe y el fervor necesarios que identifican a los habitantes de la villa mariana que ensalzan religiosamente a la Virgen del Pino, patrona de Gran Canaria. Los laicos no podemos gritar "¡Viva la Virgen del Pino!", pero sí "¡Viva Teror!", que nos guste o no sigue siendo la villa mariana por antonomasia, como bien considera el vicario general, Hipólito Cabrera, hijo predilecto del pueblo. Amén.

Compartir el artículo

stats