El quehacer cotidiano no se presta normalmente a actos heroicos o enfren- tamientos épicos con las fuerzas del destino.
Pero sí existe un tipo de osadía pedestre, muy tonificante para el que la ejerce pero que además de poner a prueba el valor del que la practica suele tener consecuencias nefastas para su confiado entorno.
Me refiero por ejemplo al intrépido cocinero aquejado de gripe, pero que en lo que él cree un alarde de pundonor y sacrificio profesionales, acude en estado febril y semicomatoso a su trabajo, procediendo ipso facto a contagiar a compañeros y clientela. O a la abuela que, por cambiar una bombilla, y pese a las admoniciones de su familia, insiste en subirse a una escalera, con un espíritu y un esfuerzo más propios de la ascensión al Naranjo de Bulnes. Las consecuencias de la proeza de la abuela atómica nos son bien familiares: cadera rota, hospitales, esquemas domésticos desbaratados, planes de viajes en cuarentena etc.
O el bañista que alerta al vigilante de la playa para que vaya a rescatar a su amigo que se debate en las embravecidas olas.
- De acuerdo. No se mueva de aquí.
Naturalmente el bañista no sólo se mueve sino que se echa a nadar detrás del socorrista, con lo cual al final éste tiene que salvar a dos imprudentes en vez de uno, con grave riesgo de terminar ahogándose los tres.
Común a éstos y tantos ejemplos similares es que la temeridad del atrevido nos convierte a sus semejantes en involuntarios héroes asociados de su gesta. Como en el caso de los fumadores, habría que reivindicar ante el defensor del pueblo medidas de protección para todos estos "héroes pasivos" que, sin siquiera participar de la gloria del osado, sufren las desastrosas secuelas de su irreflexiva audacia.
Y si, como es previsible, el defensor del pueblo no consigue convencer a la administración y termina mordiendo el polvo, que por lo menos nos dediquen un "día mundial del héroe pasivo", suponiendo, claro está, que todavía quede alguna fecha libre en el abarrotado calendario de jornadas conmemorativas.
