Hay que resignarse a la evidencia de que el diálogo tiene un poder limitado. Al menos el diálogo, como el que desde el martes Pedro Sánchez hace gravitar en torno a su persona, que se ajusta a un guión reiterativo, previsible, y deja fuera el único hecho novedoso que puede abrir un vía de entendimiento distinta de las que hasta ahora se ensayaron sin éxito.
Nunca agradeceremos lo suficiente a Rajoy que, por una vez, fuera explícito en sus intenciones. El fallido nombramiento del exministro Soria como director ejecutivo del Banco Mundial es prueba inequívoca de su propósito de que todo siga igual, de prolongar los modos de la mayoría absoluta con amaños para incautos como el suscrito con Ciudadanos. Sobre esa prueba definitiva de la falta de idoneidad del candidato popular, incapaz de asumir una situación política muy distinta de la de los cuatro años previos, quizá resulte posible construir un acuerdo que, al final, incluya al propio PP, si los afeamientos de Feijóo y Cifuentes a la designación de Soria tienen algo de auténticos.
Como si fuera efecto de un reflejo especular del oponente con el que tanto tiempo lleva encarado, Sánchez tampoco acaba de asumir que -en el supuesto, cada vez más improbable, de que la historia le tenga reservado ese papel- el de ahora no es su momento de convertirse en presidente. Encelado por lo que meses atrás fue una posibilidad, ahora se embarca en una negociación fracasada desde antes de levantar el teléfono, para la que carece de liderazgo y fuerza parlamentaria. Ese empeño personal le privará de capitalizar lo único que a estas alturas puede justificar el quiebro socialista del no a la abstención: mostrar la cabeza de Rajoy. La disposición del PSOE a dejar que el PP gobierne con otro presidente forzaría al líder popular a elegir entre el interés del país y la vindicación personal. Para menoscabo de Sánchez, desde Andalucía apuntan ya a esa salida, que no sería poco triunfo. Y él, mientras, empeñado en el mismo diálogo inútil de tantos meses.
