Hay veces que a uno le sale un churro de columna. Lo mejor es entonces mojarla en el café. Tragarla. Y ver si con el estómago lleno surge una idea mejor para escribir la del día siguiente. Sin embargo, hay lectores a los que les gustan las columnas como churros. Las encuentran crujientes, calentitas, nutritivas, ideales para tomarlas de buena mañana con un vasito de anís o de té y afrontar la jornada fortalecidos, informados, entretenidos, indignados o espoleados. No conozco a ningún churrero al que le digan que le salen los churros como columnas. Podrían vender columnas en las churrerías. Deme un papelón de columnas, dirían los clientes los domingos para llevárselas a casa y degustarlas con la parienta o el pariente en gozosa mañana hogareña.

Las churrerías de mi barrio cierran a las doce. Deben pensar que nadie lee columnas después de esa hora.

En otros barrios vuelven a abrir a media tarde y las mesas se llenan de niños con churretes en la boca que corren detrás de balones imaginarios, berrean o dan saltos como si quisieran alcanzar la luna mientras señoras muy encopetadas, tal vez sus madres o abuelas, beben chocolate y vuelven a pedir churros o columnas según tengan el apetito a esa hora. Los churros aportan calorías y son contundentes, pero para el que está a régimen es a veces mejor una columna ligera, casi sin sazonar, con poco aceite, no cruda pero sin freír. No falta quien las pone a la plancha pero salen algo desideologizadas o incluso de centro, cosa que estaba muy bien cuando la UCD. Otros las ingieren como alimento único del día, lo cual puede propiciar trastornos digestivos. Tengo un amigo que una vez se comió siete columnas de su columnista favorito en el mismo día. El efecto ya lo pueden predecir: empezó a hablar como ese columnista, a vestirse como él, a peinarse de la misma forma. Como el columnista salía mucho en televisión, la mimetización inconsciente fue mucho más consciente de lo que él se cree y mucho más fácil. El efecto le duró una semana. Gracias a un médico, que también era columnista pero paradójicamente escribía unas columnas con mucho colesterol, pudo reconducirse gracias a un novedoso tratamiento consistente en darle a leer cada día una columna sin firma y obligarle a adivinar quién las había escrito.

Una vez le dije a uno de mis columnistas preferidos que me había gustado la última columna que había 'perpetrado'. Se lo dije de broma, utilicé ese verbo con ánimo jocoso, pero la chanza no le hizo ninguna gracia. Yo diría que ni puta gracia, así que me dedicó una columna sin nombrarme. Me ponía a caldo haciendo que ponía a caldo a un político, pero yo sé que disimulaba y que se dirigía y refería a mí. A su vez el político (no) aludido se lo tomó muy a mal y le respondió en otro periódico con un columnón incendiario vilependiándolo. Yo leí esa columna y tuve que limpiarme la bilis que me salpicaba toda la pechera. Llegué a mi casa y me comí un churro.