La Provincia - Diario de Las Palmas

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El análisis

Donde radica el ser

Tú de quién sos, mi niño? Era la pregunta de nuestra infancia cuando transitábamos algún barrio algo alejado de casa, o en "el campo", más allá de los confines de nuestra pequeña ciudad. La acompañaba una mirada entre acogedora y crítica, de legítima curiosidad. Venía después un gesto de reconocimiento, aprobación o indiferencia, según fuera el caso, que cerraba el encuentro. Quedaba uno debidamente etiquetado y podía seguir su curso, sin mayor problema, mientras la vecina, o el vecino, que también los habían y muy sagaces, compartía su hallazgo filiatorio con los circundantes y se abría una amena conversación, con ocasionales miradas al sujeto recién filiado.

Después, con los años y el progreso la vida se va haciendo más compleja. Los procesos de etiquetado que parten de la proximidad, como el caso de los apodos, van dando paso a formulaciones más sutiles, en relación con rasgos físicos, intelectuales o morales. También, en estos tiempos en los que la economía y el consumo se identifican con patrones de éxito, o fracaso, social se etiqueta en función de esos signos (fulano puede ser un matao, un laja, un pringao, currante, máquina, un tío legal, estar forrao o hasta ser un chorizo de la casta, según la más moderna tipología) En general, estos procesos de etiquetado se quedan en una fórmula que define o señala a un tercero, sin que llegue a calar profundamente en el sujeto hasta constituirse en seña de identidad internalizada. Los adultos aprendemos, por otra parte, a distanciarnos de la opinión ajena, configurando una imagen estable de nuestro propio Yo.

No ocurre igual con el etiquetado que va ligado a los sentimientos de pertenencia, a un lugar, a un bando, grupo social, equipo o ideología. Ser de este o aquel grupo confiere "carácter". Miéntele usted un delantero centro, o un lateral izquierdo, a un aficionado a tal o cual equipo de fútbol y se puede formar una buena "tangana". Tiene que ver, seguramente, con algún rasgo atávico, de cuando nos juntábamos en la horda, garrote en mano, para despachar nuestras diferencias con los vecinos. Ahora es con un balón y un árbitro (siempre sospechoso de parcialidad porque ¿acaso se puede ser neutral en esta vida?)

Respecto a la ideología ocurre algo muy curioso. En tiempos en que el peso del componente ideológico era muy grande, cuando el dictador nos servía de "piedra de toque", se podía hablar de política apasionadamente (en la "intimidad", claro está) y nadie descalificaba a su interlocutor. Ser de izquierda, entonces, suponía una singularidad, en un contexto de dictadura y represión. Para los que no pertenecíamos a la clase obrera (estudiantes, profesionales) era una opción vital. Significaba ponerse del lado de los oprimidos, "desclasarse", defender las libertades, a riesgo de perder nuestros privilegios. Esas actitudes, compartidas con otros grupos en la oposición, no eran excluyentes. Grupos diversos de izquierda y de la derecha democrática se respetaban fraternalmente, manteniendo sus distancias. Eso hizo posible la transición, con el liderazgo de tres personajes fundamentales: Juan Carlos de Borbón, Adolfo Suárez y Santiago Carrillo. No hubo ruptura. Bastante sangre había corrido ya en esta triste historia de odios rancios.

En los tiempos que corren la realidad ha cambiado mucho en los países desarrollados. Los mercados y los capitales son globales y la fuerza de trabajo también. Las empresas se "deslocalizan" moviéndose hacia países subdesarrollados, donde los salarios son bajos. La presión que ha supuesto el avance de la social-democracia ha empujado al capitalismo hacia lo que llamamos "sociedad del bienestar". El proletariado y la lucha de clases se diluyen en consumo, eje del sistema.

La explotación del hombre por el hombre ha saltado las fronteras. Puertas adentro, la capacidad de maniobra de los gobiernos es ahora muy corta, inscritos como están en la economía global, pasando por la Comunidad Europea. El componente ideológico se ha reducido a sonoras declaraciones de principio, más o menos electoralistas, y algunas medidas sociales, de alcance reducido, dados los límites que marca la economía. Inversores, crédito financiero, empresas, trabajo y consumo forman un bucle que se retroalimenta a infinito.

La etiqueta de "izquierda", descolorida en ese entorno social-demócrata, se ha actualizado con la crisis de la sociedad del bienestar, por la eclosión de una juventud organizada y luchadora que ha capitalizado inteligentemente el malestar social. Pero ¿cuales son ahora las alternativas?

La revolución imposible, con su demagógica belleza, ha ido dando paso a propuestas regeneracionistas, menos traumáticas. El conjunto de la izquierda está pasando por un proceso adaptativo, en una lucha sorda por el predominio y el poder en la que los jóvenes radicales van reformulando sus señas de identidad - revolucionaria - para adaptarlas a la disposición del electorado que, aunque descontento, sigue siendo predominantemente conservador, o indiferente.

Desde esa crisis identitaria vale la pena preguntárselo. Qué sentido tiene hoy esa etiqueta, más allá del ornamental sentimiento de pertenencia al grupo que - supuestamente - detenta los valores superiores de la sociedad democrática.

Ser de izquierdas hoy, significa - me respondo - pensar y, si es posible, implicarse en un proceso de desarrollo -abierto- que conduzca al bienestar de la mayoría, el respeto a los derechos de la persona, a la justicia social y a la libertad, operando sobre la realidad cambiante de cada momento histórico, sin perder de vista el inalcanzable horizonte de lo utópico. Supone respetar al otro en su singularidad, ser capaz de aceptar el mandato democrático de la mayoría y cooperar críticamente con el adversario, pensando en el interés general. Y, lo más difícil: tratar de aproximarse a la verdad, por muy provisional que ésta sea, sin temor al rechazo social, o a los procesos de etiquetado excluyentes.

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