La creencia en las naves espaciales de origen extraterrestres y en todo ese mejunje de sandeces que se funden en la ufología fue hija de una época todavía reciente, pero más ingenua que la nuestra. La ufología alimentó un negocio que se extendió y diversificó prósperamente entre los años cuarenta y los años ochenta: libros, revistas, seminarios, conferencias, películas, programas de televisión y hasta un divertido ufoevangelismo que incluía organizaciones y movimientos seudorreligiosos como la Fraternidad Cósmica, el Movimiento Rawleniano, el ummoísmo y demás mentecateces dotadas de escrituras sagradas, mesías, pecados, predicadores y diezmos. Una subcultura que, al mismo tiempo, se siente deslumbrada por supuestas consecuencias del desarrollo científico pero que detesta y rechaza la ciencia, y que probablemente era fruto de la velocidad de los cambios sociales y de la brutalidad de las guerras contemporáneas, con el finiquito nuclear como amenaza cotidiana. En todo devocionario ufológico palpita la sospecha de una invisible conspiración planetaria y la promesa de que podremos escapar de la destrucción como lo intentaban nuestros antepasados: elevando la vista y escrutando los cielos. Todas esas viejas y extrañables memeces se han marchitado, quizás para siempre. La destrucción no procederá de esas hecatombes que ponen palote a Roland Emmerich, sino de un proceso acelerado de degradación inevitable. No habrá un fin wagneriano que nos redima, al menos como productores de un grandioso espectáculo de destrucción, no: nos limitaremos a revolcarnos hasta la asfixia en el chiquero.

Sí, eran años inocentes, en los que se suponía que los gobiernos y los servicios de inteligencia no se ocupaban de borrar o enterrar sus mentiras y los crímenes de la doble moral y la doble contabilidad, sino de ocultar a la luz pública las visitas de extraterrestres que llegaban a la Tierra atravesando cientos de años luz para asomar un tentáculo verduzco en una foto desenfocada o dejar señales incomprensibles en los campos de trigo o porculizar a desdichados oficinistas que se los encontraban en la tercera fase. Ahora nos enteramos que hasta los multimillonarios -a los que uno creía mejor informados, como los del caso Las Teresitas- se tragaban lo del cerrojazo informativo oficial sobre los extraterrestres. Uno de los Rockefeller, probablemente el más tonto de la familia, pagó sus buenos cuartos por un informe independiente sobre el ovni que Francisco Padrón y varios testigos afirmaron haber visto en Gáldar en 1976. Por un momento creí que Padrón había conseguido engañar a un Rockefeller. Un testigo fiable: don Paco, según me recuerda un amigo, no solo creía que existía el Necronomicón, sino afirmaba haberlo leído, y durante años vendió barritas metálicas que servían para imantar el agua y transformarla en un líquido milagrosamente curativo. Eran tiempos maravillosos en los que las civilizaciones más avanzadas de la galaxia se comunicaban con nosotros a través de un tipo que paseaba con una guayabera arrugada por el Toscal bebiendo café aguado y anunciando, como embajador plenipotenciario en Ciudad Cucaracha, que la peña de Ganímedes nos salvaría del fin del mundo, pronto, pibe, muy pronto.