No sé si se acuerdan de Vicente Huidobro, un poeta de principios del siglo XX, autor, entre otras obras memorables, de Altazor, una maravilla que debería ser de lectura obligada. En el prefacio, al desliz, como casi todo en la escritura del chileno, proclama: "soy la Virgen, la Virgen sin mancha de tinta humana". En su mayoría, así parecen sentirse los partidarios de la nueva educación, ahora ya sin mayúsculas. Inmaculados en sus intereses y libres de las ataduras de lo viejo. Entregados a lo moderno, comprenden que, al situarse en la vanguardia, nadie podrá disputarles ese lugar de privilegio. Sin embargo, la biografía o la historia enseguida dejan al descubierto la mentira.

Francesco Tonucci, o el popular Frato, hace poco declaró, en una entrevista veraniega, de esas que pasan inadvertidas al común, que la experiencia vivida en la educación de su niñez le marcó de tal modo que, en la edad adulta, buscó fieramente la revancha, sin pararse a pensar en el valor de sus palabras, ni siquiera en el conflicto que reflejaban. Otros tantos pedagogos, y soy muy generoso con el calificativo, han hecho suyas las formas y los contenidos del italiano. No hace tanto tiempo, fui testigo, conjuntamente con el resto del claustro profesoral, de cómo uno de los representantes del movimiento confesaba que en su adolescencia había sido expulsado de varios centros y que este hecho le había conducido a cuestionar la educación recibida. Podía proseguir con la enumeración y profundizar en la herida que animó en su momento a la conversión hacia unas determinadas ideas rompedoras con la visión tradicional de la enseñanza, con el desencanto o la frustración que se generó en su día, pero poco habría de ganar salvo la inquina de los protagonistas. Sólo referiré el caso más célebre, el de uno de los padres del naturalismo pedagógico, el ginebrino Jean-Jacques Rousseau, abandonado tempranamente en un hospicio y que, en cruel paradoja, procediera de igual modo con su prole al completo, además de tener acceso carnal con varias de sus criadas menores de edad y analfabetas. Sí, el mismo Rousseau del Emilio o sobre la educación (1762).

Buena parte de la pedagogía moderna nace del conflicto irresuelto y oculto, de la íntima desesperanza o del desconsuelo personal. En su origen, por consiguiente, no está tanto la razón como la emoción desbocada, la ira del supuesto incomprendido. Una "fuerza interior que grita", como escribiera Nelson Mendes en A ti profesor, ¡Yo acuso! Y uno, por fin, entiende el drama individual, la difícil situación del que luego se hace pedagogo para desarticular lo experimentado, pero, de ninguna de las maneras, comparte que tales principios, provenientes del afán de revancha, sean tenidos por científicos o que deba cambiarse la educación por la decepción de unos cuantos. En sí, lo que tendría que haber sido objeto de una profunda y honesta revisión en el diván de una consulta psiquiátrica se convierte en paradigma del nuevo concepto de lo pedagógico. Una senda que llevamos décadas pagando, tanto institucional como generacionalmente, hasta desvirtuar la misma esencia del acto educativo.

"No me cabe ya más sosiego que el de ver derrumbarse todo conmigo", decía la iracunda Medea de Séneca. Y a fe que lo han intentado, y siguen intentando, estos enfermos de la nueva pedagogía, proclamando iniquidades donde no las hay, blasfemando contra los fundamentos y valores de la tradición educativa y pretendiendo encontrar culpables donde sólo hay profesionalidad. Por fortuna, la suerte de las últimas corrientes de la vanguardia pedagógica es equiparable al de las modas en el vestir, más pronto que tarde serán pasto del olvido. Y prevalecerá la razón o, lo que es lo mismo, el sentido común, tan denostado como necesario, pese a quien le pese. La educación jamás debió transigir con el hecho de que sus valores primarios fueran los de la ira y la revancha, y mucho menos que sus designios estuvieran marcados por una gavilla de resentidos.

(*) Doctor en Historia y profesor de Filosofía