Andaba por El Aaiún, hace unos cuarenta años por razones de negocios, cuando me topé con un amigo y compañero que trabajaba en Fosbucraa. Me enseñó todas las instalaciones de la terminal de la playa así como el enorme pantalán para descargar el fosfato a los barcos. Aquello, más la mina del interior era y es una obra de ingeniería asombrosa, que además, tiene una historia muy curiosa que algún día contaré.

Mi amigo Antonio me enseñó unos almacenes gigantescos, inmensos, en la misma playa, donde se almacenaba el fosfato que venía de la mina lejana por cinta transportadora, desde unos 120 kilómetros del interior. En uno de dichos galpones observé que lo almacenado no era fosfato sino arena. Ante mi extrañeza me explicó con cierto orgullo que era para hacer la playa de Las Teresitas: "¡Ahora me podré bañar en una verdadera playa de blanca arena!" "Y yo también", le dije.

Él vivía en Santa Cruz desde niño; aunque nacido en la Península, era más chicha que los propios.

Me olvidé del tema. Estando seis meses después en mi hotel en Santa Cruz leyendo un periódico local, puse especial atención a un anuncio por el cual se sacaba a subasta la compra y descarga de la arena para la citada playa. Aquello me llamó la atención poderosamente, pues como es lógico, lo enlacé inmediatamente con la depositada hacía meses en El Aaiún.

Al poco tiempo empezó a llegar la arena de los alacranes de la que Los Sabandeños hicieron una simpática canción carnavalera.

Como mis viajes al Sahara eran muy frecuentes, en uno de ellos busqué a mi amigo y le comenté lo del anuncio y de cómo la arena había salido disparada para Santa Cruz con inusitada rapidez, pues, por lo que veía, la subasta la había ganado la firma que ya la tenía depositada en Fosbucraa. Sarcásticamente le dije: "¡Qué visión, tío!" Me miró a los ojos con un guiño de complicidad y me dijo: "Mejor no meneallo".

Así quedó la cosa.