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'El hombre de las mil caras'

Somos lo que mentimos

"Nadie dijo que hacerse rico fuese barato". Esta frase de Francisco Paesa podría ser el único mandamiento que dejó Moisés a que quisiese dedicarse al noble oficio del estafador.

Espía, o conseguidor, o agregado cultural, o empresario, o fallecido, o tantas otras cosas que no nos han contado. Esto es Paesa. Incluso se da el lujo de volver a resucitar este mes en la portada de Vanity Fair con la comodidad del que se sabe rico, lejos de la cárcel y repleto de amor por Luis Roldán.

Aparece en la foto con el cuerpo medio reclinado sobre la espalda de la silla y una media sonrisa: nos recuerda que todo en su vida ha sido medio. Medio mentira, esa mentira que a veces es mentira entera, como los miembros gangrenados que se extienden al resto del cuerpo. Los recovecos y recovecos y más recovecos de semejante vida, investigados por los periodistas de El Mundo Manuel Cerdán y mi queridísimo Antonio Rubio, son muy difíciles de trasladar a la narrativa cinematográfica: este es el gran mérito de Alberto Rodríguez (La isla mínima). Esa especie de inconsciencia que también traslada el guión, con las licencias propias del thriller, a un espacio donde se vuelve tan intrincado como su propio protagonista.

Utiliza el cineasta sevillano de pivote a Jesús Camoes (José Coronado) de narrador para el espectador incauto, aunque sin omnisciencia: El hombre de las mil caras siempre deja claro que el que más sabe de todos nosotros es Paesa. Somos unos miserables y él está ahí para aprovecharse. Ahí comienza el filme a discurrir por una de las épocas claves de la historia del espía: su menudeo con el exdirector de la Guardia Civil, Luis Roldán, para sacarlo de España, primero, y para acordar su entrega a la policía meses después.

Se vuelve el filme de Rodríguez un puzle porque quizá no habría otra forma de narrarlo: tamborilea en varias psiques, en varios escenarios, en varias mentiras que desembocan en una sola: Paesa.

Él se desdobla y hay que agradecer al cineasta que no trate de engañarnos. Nos considera tan respetables que sería necesario, si no conocemos la historia, ver el metraje un par de veces para entender qué pasaba en esa época de gobierno socialista en decadencia, de ETA en apogeo decadente, de pequeños estertores del franquismo decadente. Media decadencia: decadencia entera. Aguardábamos todos en ese tiempo a que Aznar nos hiciese ricos y, claro, Francisco Paesa llegó el primero.

Rascas un mapa de España y nos sale el Paesa que casi cualquier español tenemos dentro. En el fondo Alberto Rodríguez utiliza a esa bestia parda, Eduard Fernández, para demostrarnos cómo era (es) nuestro país: un lugar en descomposición, que se busca a si mismo y, en ese momento, plenos noventa, que compra cualquier cosa que le dé dinero. Somos lo que mentimos y parece que Roldán, el personaje trágico (o no) de esta película y de la historia, solo resuena, patético, de fondo. Merecería otra película.

Se entiende que El hombre de las mil caras no se comprenda si no vienes leído de casa. Se entiende que El hombre de las mil caras necesite de más metraje, quizá una serie. Se entiende, en definitiva, que El hombre de las mil caras es una película necesaria para abarcar qué era (es) esa España: un territorio donde Roldán, Belloch, Camoes, González, todos tan hombres, todos tan estadistas, hiciesen lo que hicieron (por nosotros, por la patria, lo hicieron, por nosotros, por la patria, lo hicieron, nos repetían) mientras Paesa les hizo creer que estaban en Laos.

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