La campaña electoral en los Estados Unidos de América está muy ajustada y los candidatos se valen de forma discreta o velada de cualquier asunto. Se ha vuelto muy popular que los médicos, psicólogos, etc. diagnostiquen a los candidatos a la Presidencia. Donald Trump ha sido objeto de todo tipo de diagnósticos psiquiátricos, más aún, cuando al ser reclutado para Vietnam realizó una declaración 4-F o sea, un informe médico o psicológico como impropio. El estado neurológico de Hillary Clinton también ha sido objeto de análisis. Esto es más relevante y trascendental porque quien salga elegido tendrá bajo su mando la maquinaria de guerra más potente del mundo y el control del arsenal nuclear.

La polémica está servida más allá de la ética médica. Y mientras esto ocurre en el imperio, en nuestro país, el movimiento de primera persona, en Canarias representado por la Asociación Canaria Espiral, reivindica el no diagnóstico por su carácter estigmatizador y por su baja fiabilidad científica. Por lo que, incluso, diagnosticar a cualquier persona a la que no se haya examinado no parece correcto hacerlo, no es justo hacerlo, por ni para nadie, en cambio, muchas veces observamos que cuando se refiere a alguien anónimo, no público, vale todo tipo de supuesto -aunque en ningún caso esté acreditado, ni consentido, informar- y cuando es realizado sobre los presidentes ya no gusta y se apela a la ética médica.

Muchas veces, cuando en los medios se escribe o se dice algo sobre la enfermedad mental de alguien, básicamente se está especulando sobre una información que no se tiene, la información disponible generalmente es incompleta pero se presenta como fiable. No se sabe la historia de la persona sobre la que se informa. No se ha hablado con ellos. No tiene ninguna relación con ellos en el tiempo. Es simplemente erróneo diagnosticar a una persona a distancia. Ni la telemedicina ni internet pueden esquivar valorar lo subjetivo cara a cara, sin mediación ni artefactos. Si no te gusta un candidato político, valora su política, no su salud. La privacidad y confidencialidad son un derecho de toda persona, inherente a su dignidad.

Lo cierto es que algunas veces, por lo impredecible de la interacción de los genes y/o el ambiente, durante los mandatos los reyes, presidentes o cargos públicos, pueden estar en riesgo de padecer una enfermedad. Por ejemplo: Enrique VIII sufría síndrome de McLeod, un desorden genético ligado a mutaciones del gen de kell que explicaría por qué sufrió una transformación a mitad de su vida, pasando de ser un sujeto "generoso, fuerte y atlético" antes de los cuarenta, a convertirse en agresivo y desconfiado. Felipe IV fue hombre de gran cultura y mecenas de las artes; la suya fue la mayor colección de pintura que hubo en Europa en su tiempo, pero vivió atormentado por sus cambios de ánimo. El trigésimo sexto presidente de EE UU, Lyndon Johnson, al parecer, también experimentó episodios de depresión y ansiedad causados ??por la escalada de la guerra de Vietnam, al intensificarse la presencia de tropas de EE UU, sus "excentricidades" comenzaron a preocupar. Vuelve a arreciar la polémica referente a si los vacíos mentales de Reagan eran expresión de la demencia senil cuando todavía era presidente, tal como se evidenció poco después. Thomas Eagleton, hace muchos años, sufría de depresión y había pasado por muchos tratamientos. O la melancolía de Abraham Lincoln y la depresión maniaca de Winston Churchlil.

Aunque no soy muy dado a construir gratuitamente síndromes, como ocurre hoy cada instante, en un artículo de David Owen y Jonathan Davidson de 2009 en el número 132 de la revista Brain. Journal of Neurology, con el título "Síndrome de hibris: ¿un desorden de personalidad adquirido?", un estudio de los presidentes de Estados Unidos y los primeros ministros del Reino Unido a lo largo de los últimos 100 años, asegura que muchos mandatarios sufren este trastorno cuando acceden al cargo y que se libran de él un tiempo después de dejar de ejercer. El propio Davidson sostiene en sus estudios que, desde el año 1700, el 75% de los primeros ministros británicos han tenido algún tipo de trastorno mental de mayor o menor gravedad. Ahora bien ¿cambiaría nuestra opinión de ellos por haber padecido una enfermedad psíquica? Lo más probable es que no. El mismo criterio debería asistir a los de a pie. Es discriminatorio el trato ofrecido a unos con respecto a los otros.

(*) Profesor Titular de Psiquiatría ULL