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Crónicas galantes

Huelga de entrepierna

Proponen algunos estrategas que se encierre a los diputados en un cónclave al modo vaticano y no se les deje salir hasta que acuerden la formación de un gobierno en España. Tampoco hay por qué caer en esas crueldades.

Además de extrema y un tanto innecesaria, esa medida podría ser ventajosamente sustituida por una huelga de sexo como la que Lisístrata convocó en la antigua Grecia para poner fin a la contienda entre atenienses y espartanos. Al final, todos ellos prefirieron hacer el amor a la guerra: o eso cuenta al menos Aristófanes en el desenlace de su famosa comedia.

Algo parecido se intentó hace cinco años en Bélgica, el país que todavía hoy mantiene el récord de gobierno en funciones, con un total de 541 días de interinato frente a los casi 300 que llevamos por aquí con Rajoy.

Al cabo de ocho meses sin acuerdo, la senadora flamenca Marleen Temmerman se arrancó por bulerías con una propuesta ciertamente singular: la de que todas las esposas de los diputados se negasen a mantener relaciones carnales con ellos mientras no pactaran un gobierno.

Temmerman se declaraba entonces convencida de que la abstinencia forzosa de sexo acortaría el plazo de negociaciones, bajo el argumento de que "ya se sabe lo que piensan los hombres en esas cosas".

Por razones obvias, se ignora cuál fue el seguimiento de aquella huelga, aunque lo cierto es que el deseado gobierno se formó por fin en Bruselas algunos meses más tarde.

No sería el único caso en el que esta medida de fuerza erótica produjese los resultados apetecidos por sus convocantes. En Liberia, por ejemplo, un movimiento de mujeres acaudillado por Leymah Gbowee consiguió poner fin a la larga guerra civil que desangraba a ese país. Al grito intimidatorio de "¡No más sexo!", las damas liberianas lograron que las dos partes contendientes se sentaran a negociar y, para asegurarse, montaron barricadas alrededor del edificio donde se celebraban las conversaciones.

Agotados por la abstinencia y el encierro, los combatientes no tardaron en acordar el final del conflicto que, además desembocó en la elección de la primera mujer presidente en un país africano. A Gbowee la premiaron con el Nobel de la Paz.

El éxito de esta peculiar fórmula de huelga de piernas cruzadas se repetiría después en Kenia, donde la mujer del primer ministro interino encabezó un plante de sexo para que los hombres acelerasen la formación de un gobierno. Los afectados por la huelga tardaron apenas una semana en cumplir las exigencias de las huelguistas.

Quizá resulte excesivo trasladar estos ejemplos tan distintos y distantes al caso español, aunque siempre será una medida más original -y de probada eficacia- que la de encerrar a los diputados hasta que alumbren un gobierno.

En contra de la propuesta juega, ciertamente, el hecho de que los políticos obtengan ya suficiente satisfacción con la erótica del poder. Lo que los pone realmente a cien, sin distinción de edades, es la presidencia del Gobierno, simbolizada en algunos países -y en las alcaldías de aquí- por un bastón de mando que no por casualidad evoca la forma de un falo.

Aun así, bien podrían las señoras de los señores diputados ensayar una huelga de tan demostrado éxito en otras naciones. Suponiendo que les urja más un gobierno que otras cosas, claro está.

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