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Papel vegetal

Trump o la irresponsabilidad total en política

Antes se coge a un mentiroso que a un cojo". Es un refrán español que tiene su equivalente en otros idiomas: "Las mentiras tienen las patas cortas", dicen por ejemplo ingleses y alemanes.

Desde siempre, algunos políticos han recurrido a la mentira, prometiendo cosas que sabían que no iban a cumplir o utilizando falsos pretextos para invadir países y derrocar a políticos que les incomodaban.

Sobre ello teorizó Maquiavelo al escribir que "un príncipe prudente no puede ni debe mantener fidelidad en las promesas cuando tal fidelidad redunda en perjuicio propio y cuando las razones que le hicieron prometer ya no existen".

El príncipe que "mejor supo obrar como zorra tuvo mejor acierto", pero, añade el florentino, "es necesario saber encubrir bien este natural, y tener gran habilidad para fingir y disimular".

Sin embargo, los populistas como Donald Trump y con él sus crédulas audiencias parecen vivir una realidad paralela en la que no encuentran normal aplicación las categorías tradicionales de verdad y mentira.

Si bien también en este caso podríamos seguir citando al cínico Maquiavelo: "Los hombres son tan simples y se someten a tal punto a las necesidades presentes que quien engaña encontrará siempre quien se deje engañar".

Como señala el filósofo israelí y profesor de la Universidad de la New School of Social Research, de Nueva York, Omri Boehm, políticos como "Hillary o Bill Clinton y Obama han perfeccionado el arte maquiavélico de la simulación".

Pero en el caso de Trump, la democracia se salta cualquier barrera de la política tradicional y la distinción entre verdad y mentira deja de tener sentido.

Ya ni siquiera necesita fingir. Da igual cualquier enormidad que diga ese ególatra metido a político que su audiencia le creerá a pie juntillas y le vitoreará.

Para Trump, como para quienes le escuchan, los hechos ya no cuentan. Lo mismo da que el candidato hable del tamaño de su pene que prometa impedir la entrada en el país de todos los musulmanes o hacer pagar a México un muro en su frontera.

Su indisimulada vulgaridad es su fuerte: para el macho blanco norteamericano -y no sólo para él- es fácil identificarse con alguien que, a diferencia de los políticos del odiado establishment, no tiene pelos en la lengua, no respeta tabú alguno.

De ahí que se permita insultar una y otra vez a su contrincante demócrata, Hillary Clinton, o decir sobre ella, como sobre el presidente a punto de cumplir mandato, Barack Obama, las más descaradas mentiras sin que ello le pase factura, sino todo lo contrario.

En una época en la que circulan impunemente por internet las mayores barbaridades y en la que el espíritu crítico de la gente parece cada vez más adormecido, un fenómeno como el de Donald Trump no debería extrañarnos.

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