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Opinión

Glorioso entierro

Con la urgencia por extender el acta de defunción de Pedro Sánchez, el poder territorial ha conseguido que el descenso hacia su presumible final lo haga envuelto en una bandera de fuerte carga simbólica en estos tiempos: la de la ruptura con la partitocracia y la patrimonialización de los partidos por sus dirigentes. Lo peculiar del caso es que la punta de lanza de la jerarquía orgánica, un secretario general, en flotación en el limbo de las disputas estatutarias, encarne ahora ese papel de contrapoder frente al aparato del partido. Pero quizá sea esa la victoria que Sánchez se lleve a la tumba. Lo que significa que, aunque consigan enterrarlo, tiene ya consigo la fuerza de la resurrección.

Después de asistir ayer al espectáculo de la enviada de Susana Díaz proclamando a las puertas de Ferraz, sin tricornio, pero tan rotunda como estérilmente, "la autoridad soy yo" el observador externo duda sobre quién se aferra más a lo suyo si el líder en caída o los barones.

Reducir, sin embargo, esta encrucijada dramática de los socialistas a una mera lucha por el poder interno es obviar que ningún combate de esas características está libre de carga ideológica. Puede despistar en este caso el hecho de que hasta anteayer entre ambas partes existía acuerdo sobre el asunto de fondo: el "no" a Rajoy. Hasta que decidió volar por su cuenta, Pedro Sánchez siguió al pie de la letra las directrices marcadas por el Comité Federal. No existe, en apariencia, ninguna grave diferencia de ideas sobrevenida que explique esta cruenta confrontación. Salvo un detalle: al adentrarse en el camino impracticable de un gobierno alternativo con Podemos y otros posibles socios proscritos, el líder que nunca lo fue, convencido de que la resistencia al PP refuerza a los socialistas, pese a que las urnas vascas y gallegas se lo desmientan, entró en una deriva que lo aleja de la posición centrada en la que el PSOE lleva más de tres décadas. Cabría añadir que ese perfil clásico da ya pocos réditos electorales y se equivocan quienes atribuyen a Sánchez en exclusiva los fracasos. Algunos de esos acusadores, sin perder, no consiguen mejores resultados a efectos de gobernabilidad. Cuando los que ostentan la púrpura institucional en el PSOE plantean esta guerra como una dicotomía entre quienes tienen mando y quien todavía no ha catado el poder ocultan que se sientan en un sillón prestado, como bien acaba de constatar el todavía presidente castellano-manchego. Lo que es tanto como decir que otros aparentes liderazgos también resultan muy cuestionables.

Late en el fondo de la reacción de los barones el temor a que el rearme ideológico al que, aunque él no lo sepa, apunta Sánchez pueda arruinar por completo sus ya menguadas expectativas electorales. Nada nuevo ni exclusivo: el laborista Corbyn, recién salido vencedor de un proceso interno carga ya con las dudas que el alcalde de Londres, triunfador en las urnas, arroja sobre la capacidad de tan izquierdoso candidato para ganar elecciones.

El problema de fondo que eluden quienes consideran que todo se zanja defenestrando a Sánchez y abriendo paso a Rajoy es que el PSOE ha llegado a su calamitosa situación electoral porque muchos de sus antiguos votantes lo siguen considerando corresponsable de la crisis. En estos años no consiguió romper con ese estigma y resulta dudoso que lo logre si no aclara lo que aflora con esta confrontación interna.

En paralelo, en la otra orilla, Podemos, sufre la misma tensión entre el enriscamiento ideológico y el atractivo electoral, aunque, por ahora, sin consecuencias tan sangrientas. Lo que significa que, en conjunto, estamos inmersos en una búsqueda de la recomposición de la izquierda, que parece la única vía para frenar al PP.

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