En esta época de elecciones, donde no paramos de oír hablar de las obligaciones que tienen los políticos para con sus ciudadanos, me gustaría recordar que los ciudadanos también tenemos obligaciones.

Y no voy a hablar de la contribución, en proporción a los respectivos recursos económicos, al sostenimiento de los gastos públicos, a través del pago de los impuestos, y de las consecuencias que el fraude fiscal tiene en la obtención de menos ingresos para el pago de dichos gastos, sino de una obligación de la que a veces nos olvidamos: la del cuidado de los bienes públicos.

Cuando vas a una playa, a una montaña, a un parque, a una plaza, y ves la cantidad de basura que hay o el nombre de algún desaprensivo escrito en un árbol o en una roca, te invade una tristeza enorme. Piensas si esas personas van por su casa tirando colillas o chicles al suelo, haciendo sus necesidades en la esquina y dejando todo lleno de toallitas, grabando la fecha de su aniversario en las paredes, tirando las botellas y las latas por el salón durante la comida o dejando la basura en una esquina del pasillo esperando a que venga alguien por arte de magia a recogerla.

Pero lo peor es cuando oyes quejarse a esas personas de lo sucio que está todo y de lo abandonado que tiene el Ayuntamiento el mantenimiento del mobiliario público. Porque piensan que papá Estado no sólo tiene que proveernos de bienes y lugares públicos para nuestro ocio y bienestar, sino que además tiene que estar detrás de nosotros limpiando y arreglando todo lo que vamos ensuciando y rompiendo. Nos han convertido en unos niños mimados, que solo exigen que se satisfagan sus derechos y a quien no se les puede pedir el cumplimiento de sus obligaciones.

Ya va siendo hora de que la Administración deje de castigar el maltrato de los bienes públicos, porque no vaya a enfadarse el ciudadano, y no le vote en las próximas elecciones, y empiece a exigir el cuidado de los lugares públicos.

Y esta es una tarea que nos corresponde a todos: a la Administración, imponiendo las sanciones correspondientes. Y aunque el ciudadano ya tiene su premio no ensuciando y cuidando los bienes públicos, que es el poder seguir disfrutándolos en un entorno limpio y agradable, para incentivar ese cuidado de los bienes públicos, las distintas administraciones podrían destinar un presupuesto pormenorizado para el cuidado de cada uno de los lugares públicos, destinándolo primero a su limpieza y a su reparación, y premiar los lugares públicos que se hayan mantenido limpios y arreglados, destinando ese presupuesto a su mejora o su ampliación.

También corresponde esta trabajo a los colegios, que podrían organizar jornadas de limpieza del propio colegio o de su entorno, para concienciar a sus alumnos de dónde va a parar toda la basura que se tira.

Pero sin duda alguna esta educación corresponde a los padres, ya que la urbanidad y la educación son cosas que se enseñan, y que además se aprenden con el ejemplo, y desgraciadamente son muchos los jóvenes que simplemente se limitan a imitar lo que han visto hacer a sus padres. Y a mí me enseñaron a dejar los lugares a los que iba al menos tan limpios como los había encontrado.