La ya pasada edición de la Copa Ryder invita, aún hoy, a pensar. Y a sacar conclusiones. Fundamentalmente, entre otras cosas, acerca del pésimo comportamiento del público allí presente -y el de algunos jugadores- durante los tres días de competición. Para muestra quedó al descubierto la escalada de una violencia verbal y de gestos que debería servir -al menos a la clase dirigente- para tomar medidas serias con las que atajar futuras situaciones de riesgos.
Dicho esto, lógico era -al menos en pasadas citas- que los espectadores acogieran con voces de ánimo a los jugadores que los representaban. Bien. Pero lo que resulta preocupante es que esas voces fueran dirigidas esta vez en otras direcciones. Como, por un lado, fue la de aplaudir los errores del cuadro europeo; y, por el otro, el recurrir a los insultos personales hacia los que quienes mejor estaban en disposición de encarrillar el triunfo para el cuadro capitaneado por Darren Clarke.
Ésta es la triste realidad. Y esto hay que atajarlo en evitación de males mayores para un deporte, como es el golf, donde sus reglas de juego invitan justo a lo contrario, como es hacia la caballerosidad. Y aquí viene, como siempre, la pregunta del qué hacer para neutralizar a los irresponsables -por llamarlos de una forma- que acuden a los campos de juego. Y que no se nos diga por parte de los organizadores que resulta difícil poner en marcha medidas correctoras.
Así las cosas, bueno es recodar entonces que otras disciplinas han luchado, con éxitos puntuales, frente a situaciones parecidas. Y han conseguido, con firmes decisiones, aislar a los violentos. En otras palabras, hagamos entre todos -incluidos los medios de comunicación y sin poner paños calientes- que el golf tradicional retome el camino que en el pasado lo transportó al más correcto de los deportes. Y es que, como siempre se ha dicho, más vale prevenir que curar.
