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Reflexiones atolondradas

El negocio de los Roca

Hace unos días hemos estado en el Celler de Can Roca. Ya saben: ese que ha sido el mejor restaurante del mundo un montón de años y que se lleva todos los premios gastronómicos habidos y por haber. Sí, hombre, ese que tiene una galaxia de estrellas Michelin y cuyos dueños, tres hermanos, catalanes ellos, salen en la tele día sí, día también. Seguro que ya saben al que me refiero, porque al fin y al cabo, ¿quién no ha visto al Joan Roca, con su mirada de zorro viejo en sus ojillos de cerdito, evaluando los platos de los concursantes de los 'reality' de cocina? ¿O al Jordi Roca, con sus aires altivos y su nariz apuntando al cielo, poniéndole cara de asco al postre de algún pobre aficionado a los fogones de alto nivel? Al tercero, Josep, el sumiller, sí que no lo conoce ni el Tato, aunque es muy famoso en Cataluña, me aseguraron los devotos empleados del lugar. Si ellos lo dicen?

Antes de que digan aquello de "gente rica, gente'l diablo", tengo que aclararles que hemos ido de manera excepcional a celebrar una ocasión más que especial y que nos hemos tirado todo un año ahorrando para poder costearnos el magno -y carísimo- evento. Desde que hicimos la reserva, vamos. Porque los tres hermanos catalanes y su cocina de vanguardia tienen, nada más y nada menos, que once meses de lista de espera. ¿Cómo se les queda el cuerpo? ¡Pues ya puede estar bueno! Pensará la mayoría, igualito que pensábamos nosotros cuando nos desplazamos hasta una barriada obrera de Gerona para tener, se suponía, la experiencia culinaria de nuestras vidas.

Y vaya chasco.

A ver, que sí, que el sitio es muy bonito. Muy moderno. Con sus paredes de cristal y sus mesas redondas de impecables manteles dispuestas en torno a un bosquecillo natural. Y que cuando entras a lo que se supone que es la catedral mundial de la gastronomía ya vas así como intimidado y predispuesto a la exclamación fácil. Pero luego empiezan las decepciones una detrás de otra: los camareros lucen desaliñados en sus trajes arrugados, los platos principales del menú degustación de doscientos euritos por barba estaban más fríos que la pata de un muerto, la sepia de uno de ellos, dura como una pelota saltarina y la oda a la egolatría de muchos de ellos, con fotos de los hermanos, moldes de sus narices, y recuerdos de su infancia, dan vergüenza ajena por lo narcisistas. Si a eso le sumamos que el maridaje de vinos, a cien euritos por cabeza, abusa de manzanillas y vinos jóvenes, que tienes que ser tú quién les pida más pan y que uno de los postres, "Bosque Lluvioso", es una ida de pinza como la copa de un pino porque sabe, literalmente, a tierra, la sensación de que te han tomado el pelo empieza a resul-tar, cuanto menos, indignante. Eso sí, en la puerta estaban dos de los tres vértices de la santísima Trinidad para hacerse fotos con los comensales y recordarte que acaban de publicar otro libro de cocina y que, además de la marca de helados, están a punto de sacar otra de chocolates. Faltaría más. El negoçi es el negoçi.

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