Decía Salvador Dalí que "el problema de la juventud de hoy es que ya no forma uno parte de ella". Y tenía toda la razón aunque, si les digo la verdad, prefiero quedarme con el recuerdo de mi juventud vivida y aquel control de mis padres sobre mi adolescencia con aquellas hormonas un tanto revueltas, aunque yo fuera de las pocas niñas tranquilitas que no dieron problemas a sus progenitores. (Tonta yo, lo que me perdí entonces, aunque fuera poco). Las señoras de mi quinta, con respecto a esta loca juventud, estamos a sesenta millones de años luz de tanta libertad y libertinaje como existe hoy entre los jóvenes. Enfrentarse a los autores de nuestros días (levantarles el gallo) y hacer lo que nos diera la gana era algo absolutamente impensable, porque nuestros queridos padres tenían una enorme influencia sobre nosotros y si, por ejemplo, llegábamos a casa más tarde de las 22.00 horas, mejor era escondernos en un búnker porque de la cachetada no nos salvaba nadie.

El desarrollo de nuestro comportamiento adolescente y juvenil no permitía que fumigáramos la opinión de nuestros protectores y mucho menos comerles la autoridad debilitándoles el mando sigilosamente. A través del respeto y la disciplina evitábamos contestarles con malos modales, porque su palabra iba a misa y el exponente ejemplo moral de sus vidas nos hacía cumplir con nuestros deberes.

Pero hoy todo ha cambiado: los padres de hoy parecen necesitados de un hada madrina que les preste la varita mágica para enderezar a sus hijos, porque ellos mismos son incapaces de imponer autoridad, son víctimas de estos chiquillajes e incapaces de afrontar con valentía sus feas-feísimas salidas de tono, sus desagradables contestaciones, "su autoridad" en no morderse la lengua para pedir con exigencias cualquier capricho que se les antoje, porque han aprendido a utilizar la coacción y no desperdician el uso del temor para estallar, gritar y meter miedo a sus temerosos papás que, presos del pánico, no ven soluciones al grave problema que tienen encima y la voz se les ahoga en la temblorosa garganta por miedo a un arrebato inesperado.

Este verano he visto muchas de estas actitudes en la playa, y la rabia casi me hacia coger las vigas del techo. Y lo digo abiertamente y sin temor: a este tipo de hijos, la mejor cura es un guantazo a tiempo o un cogotazo al totiso, porque si no es así ya no habrá esperanzas de éxito para su educación, y al final a los procreadores, ante tales panchonas reviradas, solamente les quedará llamar a Seguridad. Ay, Señor, qué pena, penita, pena...

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