En el Reino de la Mentira vivió un célebre cosechero exportador de batatas. Conducía diariamente su coche, por su corto camino particular, a la carretera general secundaria, donde empalmaba con un semáforo que le daba paso cada tres minutos. Un día un Guardia Civil le dio el alto por haber pasado el semáforo en rojo. El cosechero, molesto, le dijo que él pasaba el semáforo en rojo desde siempre y que iba a seguir haciéndolo puesto que, además, le ponía furioso todo aquello que fuera de color rojo. Después del consabido "y Vd. no sabe con quién está hablando", le aplicó los epítetos de estúpido, pelanas y otros de más alto voltaje, que no me atrevo a enumerar. El guardia le pidió la documentación y le fue negada. Como el nombre y dirección le eran conocidos le denunció, no solo por saltarse, continuamente, el semáforo, sino por los "piropos" que le endosó. El caso alcanzó tal relevancia que acabó en el Juzgado. Allí, el fiero león se convirtió en repugnante ratón y zorro al mismo tiempo. Negó lo denunciado por el guardia, acusándolo de que lo quiso chantajear. Añadió que si se saltaba el semáforo era porque la vieja costumbre se había convertido en derecho natural. ¡Hay que ver lo que saben los negociantes en batatas! Y que él no había proferido ningún insulto.

En aquellos días se celebraba el juicio contra unos desaprensivos, pertenecientes a varios partidos y sindicatos, que habían usado tarjetas opacas (Black) de una caja de ahorros para gastos particulares, entre los cuales se incluían festejos, regalos, etc. El jefe de la banda, que era un Rato listo y amigo de S. Miguel Bendito, se defendió en la línea usual de negarlo todo, diciendo que lo de la tarjeta usada para fines particulares se hacía desde tiempos anteriores a su llegada a la caja. (El mismo sagrado sacramento defendido por el cosechero). Aducía que el producto de la tarjeta sin limite era parte de su salario (sin pago de impuestos) con lo cual incurría en varias falacias: olvidar que el contrato de trabajo debe llevar la cláusula de un salario cierto y que era su obligación el cortar las tarjetas opacas, para todo, de sus fraudulentos beneficiarios. El caso trascendía lo económico y se afianzaba en una moral despreciable que a lo visto, a estos elefantes negros les suena a ruido de hormigas blancas. La realidad era un aprovechamiento sin control de dinero público, que sale hacia un destino privado, en una bolsa común a todos los españoles que tuvieron que sanear, para más cabreo, con 22.000 millones de pesetas.

En otra Sala se hacía deporte. Un deporte nacional llamado corrupción, que pringaba a partidos políticos y adláteres. Atado en una Correa, un empresario era el final de una cloaca donde los políticos acusados intentaban meter sus oligárquicas miserias. Lo primero que pidieron fue la nulidad de los procesos por el tiempo ya transcurrido. No les importaba dejar su honor en entredicho, sino escapar de la charca en la que se habían sumergido en busca de falsas y repugnantes pepitas de oro. Lo que es más preocupante es ese constante soplo de los políticos hacia los empresarios y viceversa: el uso que hacen estos indignos ciudadanos sin discernir entre lo público y lo privado. Los políticos deben defender los caudales públicos y transferirlos legalmente a manos privadas. La corrupción normal empieza cuando el político pide comisiones para el partido político, fundaciones y otras de las tantas cuevas de Alí Babá, que tanto proliferan, al empresario, obligando a este a entrar en el juego de las competencias ilegales, porque si él no da la comisión la dará otro y maltratará sus justos beneficios. Si es el empresario el que ofrece la comisión será el político y el funcionario el que debe convertirse en acusador, convirtiéndose en garantes de la honradez pública como debió haber ocurrido con los inspectores del Banco de España, el Tribunal de Cuentas y la Confederación de Cajas de Ahorros, tal como hizo el guardia civil con el batatero.

No ha sido así y no creo en una justa resolución del proceso, porque la moral ha sido ahogada en su propia bañera y la tendencia es que la culpa de los defensores de lo público se traspase al sector privado, lo que hace siquiera descartar un empate equilibrado.

Termino este suspense con una buena noticia: el guardia civil fue ascendido a cabo y destinado a Melilla y el simpar cosechero murió atropellado por un camión al pasar en rojo su detestado semáforo. Descanse en paz.