La Provincia - Diario de Las Palmas

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'La sirga'

La vida en sombras

Es cierto que en el cine, como en el arte en su conjunto, no existen reglas tan inflexibles que no permitan ser alteradas cuando el momento lo precise. Otra cosa sin embargo es que ese momento sea elegido con sensatez y que no responda sencillamente a una ocurrencia arbitraria del cineasta, como ha sucedido -y sucede- con harta frecuencia a lo largo de la historia en todas las cinematografías del mundo. En el proceso de elección -decía Benjamin- es donde suele radicar el éxito o el fracaso de nuestros retos. Si se elige acertadamente no hay patrones de actuación que impidan la resolución de cualquier cuestionamiento de índole creativa y, en caso contrario, si no se actúa correctamente, se corre el serio peligro de patinar estrepitosamente y quedarte, en el sentido artístico de la expresión, en tierra de nadie.

Digo esto porque, teóricamente al menos, una película no debería nunca ahorrarnos detalles de sus personajes porque el guionista y el realizador estén empeñados en mostrárnoslos poco habladores, taciturnos, ausentes y depresivos o, porque pretendan dibujarnos un escenario humano ahogado por la incomunicación y el hastío. Antonioni, pongamos por caso, lo hizo, es decir, rompió moldes e ideas preconcebidas sobre el lenguaje fílmico al tiempo que configuraba un universo desolador habitado por un conjunto de personajes desconectados del mundo real, apáticos, aturdidos y desorientados, pero construyó, eso sí, todo un discurso moral que ha trascendido mucho más allá de lo que el propio cineasta milanés pudo nunca imaginar.

Afortunadamente, y aunque a simple vista pudiera parecerlo, no es el primero el caso que ahora nos ocupa, ni tampoco el de Antonioni, cineasta mucho más interesado por el comportamiento autista de ciertas élites en la Italia posindustrial de los años sesenta que en explorar otros ámbitos sociales más cercanos al pálpito vital del ciudadano común, sino el de un nuevo punto de vista surgido tras la explosión de un cine que, como casi todo el que estamos viendo en esta muestra, explora la realidad desde otros parámetros, ni mejores ni peores a los que les tocado relevar, pero dotado de nuevas y sugestivas maneras de comunicar abiertamente con los grandes conflictos que emponzoñan la actualidad internacional. Y el de Colombia ha sido, hasta hace bien poco, uno de los más enquistados, violentos y desoladores en la historia de Iberoamérica. Esta circunstancia, que lo diferencia notablemente de cualquier otro Estado latinoamericano, ha provocado que la mayoría de los representantes del joven cine colombiano afronten este hecho como consustancial con la realidad nacional y que sus historias por lo tanto aparezcan fuertemente condicionadas por este factor de claras dimensiones históricas que ha determinado los destinos del país.

Pues bien, y volviendo a nuestro comentario inicial, La sirga, del joven debutante William Vega, es una película que versa también sobre la soledad, sobre la incomunicación, sobre el miedo, sobre la desesperanza, sobre el olvido, sobre la marginación y sobre tantos otros asuntos, aunque lo haga siempre desde una perspectiva estrictamente observacional, es decir, desde una mirada contemplativa, y neutral, que examina en silencio la vida cotidiana de sus protagonistas en un viejo y desvencijado hostal a orillas de una oscura laguna donde sus escasos residentes, Óscar, un solitario pescador; su hijo que regresa hastiado de las zonas más calientes de la violencia armada; Alicia, la joven sobrina de Óscar que llega al lugar huyendo de los escenarios bélicos para reconstruir su vida y olvidar, entre otros, un traumático episodio que se cobró las vidas de casi toda su familia, aguardan la más que incierta llegada del turismo a la zona como la solución mágica para acabar con los endemismos de una sociedad resquebrajada.

Presentada en la prestigiosa Quincena de los Realizadores de Cannes, y en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, donde obtuvo el Premio de la Fipresci (Federación Internacional de Prensa Cinematográfica), La sirga construye un escenario poético sobre las bases de una realidad bien patente, que lleva condicionando la vida de los colombianos desde hace más de cinco décadas. Películas como ésta, narradas con un recogimiento cuasi religioso, ensambladas a través de un refinado sentido de la observación, no solucionan nada pero sí ayudan a comprender, desde el prisma del ciudadano anónimo y desde sus subsiguientes dramas individuales, la verdadera dimensión de un estado de cosas sobre el que el cine iberoamericano contemporáneo parece tener continuamente en su punto de mira.

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