Buenas tardes, pibe. Sí, ya he visto que desplegaban la bandera esa de las siete estrellas verdes. Oh, no, te lo agradezco de veras, pero no voy a ondearla. En primer lugar porque ya me cuesta incluso ondear las costillas, imagínate una bandera tan cargada de historia y de símbolos, como te dicen mentirosamente los mayores. Y después porque las banderas, te lo digo en serio, me acojonan. Me acojonan porque son mecanismos simbólicos de apropiación, ¿sabes? Esa que tienes tú ahí, por ejemplo, pretende apropiarse simbólicamente a Canarias a través de una sumaria representación de figuras y colores. Y no solo de Canarias como una abstracción. Pretende apropiarse del color del mar del amanecer, de la brumosa respiración de los barrancos en invierno, del llanto de tu madre o los ronquidos de tu suegra, del sabor de la leche con gofio, de tu primer beso en vacaciones o de tu pelo greñamillo. La bandera es una bestia omnívora, mi joven amigo, que se lo come absolutamente todo, y lo que no puede tragarse -por ejemplo, los individuos que intentan pensar por su cuenta- los escupe con desprecio. No ocurre específicamente con esa bandera que agitas con orgullo. Ocurre con todas. Sí, también con la que te contestan, los muy rojigualdos, desde el otro lado.

Un poeta que anduvo mucho entre soflamas, Blas de Otero, dijo ya mayor que las banderas cada vez le parecían más desteñidas y que los atardeceres frente a alguna de sus casas trashumantes, en cambio, tenían cada día colores más vivos. Debes sospechar de las banderas, simplemente, porque tienen compañeros dignos de toda sospecha, sin excluir las más horribles: las fronteras, los himnos, los ejércitos, las estatuas construidas en bronce y las unanimidades forjadas en la estupidez, todo al servicio de un supremo relato ombliguista que justifica cualquier matanza, sacrificio o sandez del pasado como el tributo inevitable para un mejor futuro. Te dirán, temblando de ira, que las naciones no pueden disolverse en el tiempo. Como si pudiera ser otro su futuro. ¿En qué se van a disolver? ¿En natillas?

Camarada, cada bandera es una estafa, cada himno una cadena, cada frontera una crueldad, cada nación una ficción administrativa. Y no olvides nunca que el gentilicio es un accidente pero la acción moral deriva de una elección, y mientras aprovechas desde la primera hasta la última bocanada de aire que te ofrezca la vida, relee de nuevo la advocación del viejo maestro: "Ten confianza. No en mí, claro, ni en ningún sabio aunque sea de los de verdad, ni en alcaldes, curas ni policías. No en dioses ni en diablos, ni en máquinas, ni en banderas. Ten confianza en ti mismo. En la inteligencia que te permitirá ser mejor de lo que ya eres y en el instinto de tu amor, que te abrirá a merecer la buena compañía".