La Provincia - Diario de Las Palmas

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Un manto de silencio

La fragilidad psicológica del ser humano se mide de muy diversas maneras. Una, la más utilizada por psicoterapeutas, escritores, filósofos, sociólogos, pintores, pedagogos, sacerdotes, dramaturgos o cineastas, es la que se muestra bajo el estigma del dolor, la tragedia o la desesperación que sufre cualquier sujeto cuando no cuenta con otras alternativas en su vida que la de huir sin pausa hacia delante o la de acabar definitivamente con su existencia; otra, mucho menos corriente, es cuando la fragilidad se revela involuntariamente, de forma inconsciente, es decir, a través de la conducta cotidiana de la persona afectada, la que intenta comprender el origen del mal, las razones profundas de su desequilibrio emocional, los sentimientos de culpabilidad que te azotan sin piedad o las circunstancias sociales y/o psicológicas que hayan podido empujarle al borde del abismo.

Ciñéndonos al ámbito estrictamente cinematográfico, que es el que ahora nos ocupa, los ejemplos de películas sobre el tema han ido creciendo exponencialmente a medida que la intolerancia censora empezaba a relajarse y comenzaba a aparecer en el horizonte algo muy parecido a lo que hoy podemos entender como el sentido común. Aceptar que, efectivamente hay cosas en la vida que resultan absolutamente inevitables y que no hay fuerza humana o sobrehumana que logre alterar su rumbo. En la historia del cine, efectivamente, se cuentan por decenas los grandes títulos que han abordado, con rigor y originalidad, el asunto, a pesar de que son temas que se prestan con frecuencia al peligroso juego del retorcimiento mental o al sensacionalismo más socorrido y ramplón.

Sea como fuere no han sido muchas las veces que el cine ha sido tan rotundo al retratar el duelo interior de un personaje, quizá bajo las venerables batutas de Ingmar Bergman, Krzysztof Kieslowski, Robert Bresson, Kenji Mizoguchi, Andrei Tarkovski, Louis Malle y las de pocos más, como en Pozoamargo, el largometraje de Enrique Rivero (Madrid, 1976), que hoy se presenta en Ibértigo bajo pabellón mexicano, tras su paseo triunfal por la pasada edición del Festival de Sevilla.

Al igual que en sus dos anteriores trabajos como director, Parque vía (2008) -ganadora del Leopardo de Oro de Locarno- y Mai Morire (2012), Premio a la Mejor Fotografía en el Festival de Roma, Rivero envuelve su película con un espeso manto de silencio, un silencio cuasi funerario. Y sin tomar partido alguno ante el vidrioso conflicto que se desarrolla en la pantalla, deja al arbitrio del espectador la toma de postura ante el complejo dilema ético que afronta Jesús, su protagonista, un hombre maduro, de aspecto taciturno y visiblemente abrumado por sus profundas heridas emocionales, que ha dejado a su mujer embarazada aun siendo consciente de que padece una grave enfermedad venérea que, con total seguridad, se la ha contagiado.

Atormentado por un fuerte complejo de culpabilidad que le impide desarrollar su vida con normalidad, Jesús se aleja del hogar familiar y se enrola como jornalero en la cosecha de la viña con un único propósito: romper radicalmente con su vida matrimonial y sepultar su turbación por el origen de la terrible crisis personal que lo tortura. Pero su dolor no hace más que aumentar día tras día, sumido en un profundo e irreparable sentimiento de soledad del que no le libra ni la generosa belleza de Gloria, la insinuante y explosiva joven que se cruza en su irrefrenable descenso a los infiernos.

Rivero, que pese a haber nacido en Madrid, ha desarrollado toda su carrera profesional en México, ha demostrado ser un cineasta sumamente arriesgado, autónomo, inclasificable, fuera de norma, aunque sus imágenes, en color y en blanco y negro, nos evoquen a ratos a más de una figura eminente del cine mexicano más reciente, que enmarca su relato en una suerte de composición visual en la que el paisaje, tan árido y sombrío como el espíritu de su protagonista, va marcando la tónica poética del relato hasta llegar a su previsible desenlace final.

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