Días atrás el ayuntamiento de Barcelona colocó en la calle una estatua descabezada del dictador Francisco Franco para que el pueblo hiciese vudú con ella a título póstumo. Nadie le clavó agujas, puesto que era de bronce; pero es de admirar el coraje con el que le tiraron huevos, la pintaron de colorines y finalmente la hicieron caer al suelo. Por fin hemos derribado al tirano, aunque sea en efigie y con más de cuarenta años de retraso sobre la hora prevista.

Franco murió hace cosa de cuatro décadas, como se sabe; pero el antifranquismo sobrevenido se manifiesta ahora, cuando ya no hay peligro de que a uno lo manden al trullo o lo forren a tortas en una dependencia de la Social. Que no era precisamente el nombre de una gestoría, por más que los tardíos luchadores contra el dictador ignoren quizá de qué estamos hablando.

Igual estos conjuros de vudú con el muñequito ecuestre de metal atienden al propósito de invocar el espíritu del Caudillo. Curiosamente, es lo mismo que hicieron sus devotos cuando salmodiaban el ripio: "Franco, resucita: España te necesita", allá a finales de los años setenta. Se conoce que los franquistas y los antifranquistas con cuarenta años de retraso comparten la misma fe en los fenómenos sobrenaturales.

Algo de mágico hay, efectivamente, en este asunto. Son tantos los que se jactan de haber conspirado secretamente contra el franquismo que, la verdad, no se entiende muy bien cómo el pequeño Führer español pudo morir con el mayor de los sosiegos en la cama. Lo normal es que hubiera sido derrocado en un santiamén por los millones de antifranquistas que (según se supo tras su muerte) organizaban con disimulo una vasta conjura contra el dictador.

Infelizmente, los españoles que hicieron algo en su momento por abreviarle la vida al franquismo serían en realidad una clamorosa minoría: y no hay porqué reprochárselo. Lo mismo pasó en Francia, donde la mayoría de la población colaboró silenciosamente con los nazis ocupantes; o en la Italia de Mussolini, que en las últimas elecciones ha escogido eurodiputada a Alessandra, la nieta neofascista de Benito.

Con el derribo de la estatua de Franco en Barcelona se cumple una vez más el españolísimo lema: "A moro muerto, gran lanzada". Una expresión con la que, según el autorizado criterio de María Moliner, "se satiriza a los que se muestran valientes contra algo o alguien cuando ya no hay riesgo en ello". Palabra de diccionario.

Por mera paradoja, el monumento al dictador expuesto en la calle formaba parte de una muestra que organizó el ayuntamiento barcelonés de Ada Colau para avivar la memoria de aquellos años oscuros. La idea, sin duda juiciosa, consistía en no dejar caer en el olvido las torturas, los fusilamientos, los exilios y demás atrocidades cometidas por un régimen nacido de una guerra civil.

Nada habría de particular en este empeño, de no ser porque desde la muerte de Franco han pasado otros cuarenta años más y tal vez ya huela un poco la costumbre de ir por ahí alanceando cadáveres en vez de mirar al presente o incluso al futuro.

La única explicación razona-ble es que los antifranquistas nacidos tras la muerte de Franco necesiten el espectro del franquismo para seguir librando batallas más bien imaginarias con las que distraer al personal de otros asuntos. Y por ahí andan, haciendo vudú en diferido con las estatuas.