Ver un espectáculo interpretado por quien es, a decir de muchos, el mejor clown del mundo es una garantía de que el espectador va a ser transportado a un mundo de ilusión, magia y humor como sólo un maestro puede lograrlo. Pero si a eso añadimos una puesta en escena que, aunque minimalista en su concepción argumental, alcanza tal complejidad técnica que -entre otros prodigios- simula una impresionante tormenta de nieve que inunda el patio de butacas de cristales de hielo obligando a los espectadores a entrecerrar los ojos, entonces al encanto de una buena actuación se une el hechizo de una escenografía maravillosa.

Con tan formidables adminículos Slava Polunin, autor, creador y director de la compañía, atrapó literalmente al público en una gigantesca tela de araña de la que inútilmente trató de escapar y al final como por ensalmo consiguió convertir a los adultos en niños grandes, que como los muchos pequeños que asistían a la representación se dedicaron a jugar con los gigantescos balones de colores que surcaban el aire.

Sin duda la clave para que una producción nacida hace veintitrés años se haya convertido en un éxito mundial sin fecha de caducidad se basa en un elemento tan simple como es el hecho de no usar palabras. Pero a este sencillo truco se une otro mucho más complejo, y es el de tratar sentimientos que todo ser humano experimenta como son la amistad, la soledad, la nostalgia o la incertidumbre, y reírse de ellos.

De ese modo vimos a los diferentes intérpretes hacer cientos de cosas, pero me sorprendió por su indicación de la estupidez humana una idéntica conversación telefónica realizada con dos estados de ánimo diferentes y ver a Slava empujando una bola de nieve fatigosamente como si fuera una especie de Sísifo condenado en un Hades helado.

Al final Slava's Snowshow devuelve al espectador un tesoro tan maravilloso y que muchos creían perdido para siempre como es la habilidad de poder sonreír y ser feliz con las cosas más sencillas, algo que todos sabíamos hacer de niños.