Tras más de trescientos días de gobierno en funciones, después de numerosas rondas de contactos del Rey desde las elecciones del pasado diciembre, a fin de proponer un candidato a Presidente, y con varias sesiones de investidura en el ínterin, un asunto ha despertado el interés de los medios de comunicación y de buena parte de la ciudadanía. Se trata de la libertad de los diputados a la hora de votar, y de la compatibilidad de su decisión con la denominada "disciplina de partido", que consiste en imponer un criterio uniforme a todos los integrantes del mismo grupo parlamentario, por encima de las propias opiniones de cada concreto miembro de la cámara legislativa.

Como sucede con tantos otros temas susceptibles de discusión, también aquí preside el desconcierto ante la mezcla de normas confusas, costumbres contradictorias e ideas incompatibles que, al convivir en una armonía tan teórica como falsa, está llamada a resquebrajarse ante situaciones como las vividas en los últimos días. Este empeño tan español en construir círculos cuadrados, compaginar conceptos antagónicos y perseguir simultáneamente un fin y su contrario, ha servido hasta la fecha para tolerar dos realidades discrepantes. La primera afecta al representante popular, que no admite mandatos ni imposiciones sobre su proceder, que vota en conciencia y cuyo escaño le pertenece como persona física. La segunda alude a su condición de miembro de una formación política de cuyas siglas e instrumentos se sirve para presentarse ante el electorado, y cuyo funcionamiento se basa en la expresión de una voz única y uniforme en todas y cada una de sus votaciones y comparecencias públicas.

Dicho embrollo conceptual se enreda todavía más cuando, al análisis del problema, se añaden enfoques sociológicos y propios de la Ciencia Política. El ciudadano suele introducir su papeleta en la urna sin tener pleno conocimiento de a quién está otorgando realmente su confianza. Es muy probable que tenga en mente el nombre y los apellidos de un líder que no figura en ese listado de candidatos que introducirá dentro del sobre. En un elevado porcentaje, ni siquiera conoce la identidad de quienes van a representarle por su circunscripción. Por lo tanto, el desbarajuste entre la intención del votante, la persona llamada a ser su representan-te y la organización política que se atribuye su apoyo es considerable.

Ante esta tesitura, se debe al menos ser consciente de una serie de principios jurídicos que, mientras no se reformen, deben aplicarse, sin que ello suponga rasgarse las vestiduras. El primero, que el parlamentario es titular pleno de la representatividad popular, no pudiendo en modo alguno un partido político reivindicar para sí tal condición. Incluso en el caso de su expulsión, el cargo electo terminaría o formando parte del Grupo Mixto o como no adscrito, pero no perdería su condición de representante popular. El segundo, que las decisiones que él adopte no pueden serle impuestas desde ningún ámbito. El diputado debe ser el único responsable del sentido de su voto, al margen de órdenes y consignas obligatorias.

Estos principios derivan directamente de los artículos 67.2 y 23 de la Constitución Española, así como de una amplia y consolidada jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Este alto tribunal ha manifestado que "el cese en el cargo público representativo al que se accede en virtud de sufragio no puede depender de una voluntad ajena a la de los electores y, eventualmente, a la del elegido", y también que "la elección de los ciudadanos sólo puede recaer sobre personas determinadas, y no sobre los partidos o asociaciones que los proponen al electorado". Incluso reiterando categóricamente que toda esta jurisprudencia "trata de limitar los poderes del partido frente al electo para garantizar la representatividad popular obtenida por éste, evitando excesos y extralimitaciones que podrían llegar a un resultado constitucionalmente ilegítimo como el del mandato imperativo".

Es posible que las ideas expuestas anteriormente resulten excesivamente teóricas y poco apegadas a la realidad de ese votante más ligado a unas siglas que a unos candidatos. Pero lo cierto es que la pretensión de las direcciones de los partidos de implantar una rigurosa homogeneidad de criterio, no casan en absoluto con nuestros principios constitucionales. Es preciso revisar las vigentes normas electorales y reflexionar sobre las costumbres y las prácticas del actual sistema de partidos políticos, con el fin de evitar en el futuro una mayor confusión en cuanto a las actuaciones de los parlamentarios. O nos tomamos en serio la relación entre los electores y sus representantes (profundizando en lo que significa y aceptando plenamente sus consecuencias) o, por el contrario, impulsamos definitivamente, y previa reforma de nuestro ordenamiento jurídico, la posición de los partidos políticos de relegar a sus candidatos a un segundo plano. Porque esta situación intermedia, caótica y desordenada, unida a un ovillo de reglamentaciones contradictorias difícil de desenredar, lejos de resolver la problemática, la perpetúa, generando en los ciudadanos una inevitable sensación de perplejidad y desconcierto.

(*) Doctor en Derecho. Profesor de Derecho Constitucional de la ULL