Basta asomarnos cada día a las portadas de los periódicos, a las cadenas de televisión y a las emisoras de radio para constatar que habitamos un mundo convulso, donde las desigualdades sociales, los conflictos armados y la crisis de valores, lejos de disminuir, se incrementan a pasos agigantados. Sin embargo, pese a esta España paralizada por una clase política bochornosa, situados a las puertas de unas elecciones presidenciales estadounidenses cuyo candidato republicano es paradigma de clasismo, racismo y machismo, impactados por las consecuencias del último huracán en Haití tras su devastador terremoto de 2010 y horrorizados ante el interminable infierno de Alepo -donde los niños no han conocido otra realidad que la de la carnicería permanente, los aullidos de dolor de sus padres y los gestos de desesperación de sus madres-, surge de la oscuridad un colectivo de hombres y mujeres valientes que, portando el mensaje cristiano como inspiración de su amor y de su entrega al prójimo, constituye uno de los más potentes faros de luz para este universo de tiniebla interior.

Porque sólo desde esa mezcla explosiva de coraje y de fe puede explicarse la decisión de miles de seres comprometidos que salen de su tierra y dejan atrás a su familia para acudir a los enclaves más recónditos del planeta a servir a los demás. A los otros. A los invisibles. Se trata tanto de religiosos como de laicos, cuya generosidad, grandeza de espíritu e inquebrantable amor a Dios les impulsa a emprender la revolución más pacífica de todas: la de entregar su vida al prójimo. Pero no a un cualquier prójimo, sino al más castigado por las circunstancias. Al carente de salud, de higiene, de educación, de medios, de familia, de trabajo, de fe y de esperanza.

Llaman a sus puertas, chapurreando idiomas impronunciables, pateando aldeas alejadas de la civilización, luchando contra el recelo y la incomprensión de propios y extraños y soportando en silencio los ataques injustos de esos "ideólogos de despacho" que desprecian cualquier iniciativa que huela a curia, a Iglesia y a cruz. Ya se sabe que la solidaridad realizada en nombre de Cristo ha de colocarse bajo sospecha y que los justos de hoy deben continuar pagando las facturas de los pecadores de ayer, hayan transcurrido milenios, siglos, décadas, años, días o minutos. Por supuesto, no seré yo quien niegue los abusos y los atropellos cometidos en el seno de la Iglesia católica a lo largo de la Historia, pero ello no me impide reconocer también la admirable labor que lleva a cabo desde su origen en beneficio de millones de personas.

Por eso, me resulta paradójico que determinadas propuestas de colaboración social gocen de mayor aceptación si provienen de una ONG o de una institución de tipo civil, y no de organizaciones como Cáritas Diocesana o Manos Unidas, máxime cuando el dolor y la necesidad son tan enormes y están tan extendidos que toda ayuda es poca, venga de donde venga. Aun así, no parece que existan muchos de estos modernos intelectuales que hayan acogido a niñas violadas y embarazadas en Asia y les hayan dado cobijo. Ni demasiados sesudos filósofos que hayan alfabetizado a cientos de alumnos en miserables escuelas de América Latina. Ni tampoco numerosos científicos reputados que se hayan arriesgado al contagio del virus del ébola en un poblado del África negra.

Lo cierto es que ese sentimiento de caridad cristiana lleva orientando con su luz a una multitud de misioneros desde tiempos inmemoriales y, para valorar su dedicación y contribuir económicamente a su mantenimiento, el domingo 23 de octubre se celebra la Jornada Mundial de las Misiones- Domund 2016 bajo el lema "Sal de tu tierra". Una fecha óptima para agradecer el empeño de estos miles de cristianos en pro de la difusión de unos valores adheridos inseparablemente a la esfera de los Derechos Humanos. Para eso no hace falta ser creyente. Basta con ser bien nacido.

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