España tiene por fin Gobierno. Costó sangre, sudor, lágrimas y bochorno. La actitud de los partidos en esta investidura exprés hace prever que estamos, antes que en la meta, en la línea de salida de otra batalla. Los líderes amenazan con continuar demagógicamente destrozándose con estrategias llenas de sectarismo. Una actitud incomprensible, pues si el bipartidismo era malo y el multipartidismo la solución, no hay otra forma de gestionar esta compleja realidad que aceptando las victorias, asumiendo las derrotas y pactando a múltiples bandas, no por bandos. Los ciudadanos esperan desde hoy compromisos para comenzar a solventar los problemas, no algaradas pancarteras que multipliquen la inestabilidad. La clase política disfruta de otra oportunidad para recuperar la credibilidad perdida. Quizá muchos españoles concluyeron que el mejor gobierno es el que no existe. Si la economía siguió avanzando fue gracias al esfuerzo de millones de trabajadores y empresarios obligados a buscarse la vida en tiempos muy duros, no a las virtudes de la interinidad. El crecimiento, con datos objetivos en la mano, con la excepción del turismo, moderó su velocidad en la venta de maquinaria pesada, en el consumo de electricidad y de cemento o en la facturación de las empresas, indicadores de enfriamiento. Persistir en la parálisis habría agudizado la tendencia declinante. Todo tiene un coste. La irresponsabilidad política, mucho.

Los analistas calculan que el bloqueo supuso mil millones de euros al mes por los contratos estancados y la huida de inversores espantados. Diez mil millones de euros la broma. Hemos tirado a la basura por inacción la misma cantidad de dinero que la UE exige recortar en dos años. Los partidos necesitarán muchas dosis de moderación, prudencia, humildad y realismo para limar las cuentas sin que los ciudadanos sufran y laminar sus cuentos. Todos salen tocados del esperpento. Están ahí para decidir. Si repiten los errores de las investiduras fallidas, la falta de alternativas, precipitarán su naufragio.

Esta marejada que remueve los cimientos del sistema lleva meses aflorando un peligroso déficit: la pérdida del bien común como referente. Nos han guiado hasta aquí el electoralismo y el personalismo, emboscados bajo el disfraz de las ideologías, no visiones divergentes del mundo. Transformar los debates en una representación, en el más teatral de los sentidos, convierte la política en espectáculo, y a los electores en público al que seducir con dramatizaciones efectistas, nunca con la evidencia y la calidad de las razones. Los dirigentes insensatos e inconsistentes muerden el cebo de la sucesión extenuante de sobreactuaciones. Valoran más el histrionismo que las negociaciones fructíferas para sentar las bases de un entendimiento beneficioso para todos. He ahí su trampa. Mantener, conservar y agrandar la parcela de poder de cada formación sepultó el interés colectivo.

Es época para reafirmar las convicciones auténticas y para desenmascarar a quien pretende transformar la visceralidad en negocio político con el fin de dividir y fracturar. Los partidos con vocación mayoritaria actúan para la sociedad, para los electores, no exclusivamente para sus militantes. Ese complicado equilibrio necesita pedagogía y liderazgo. El populismo, y el nacionalismo que abrazó la causa del independentismo, caballos de Troya, representan una amenaza porque en nombre de ideas etéreas -la gente, las bases, la nación- se sitúan por encima de la ley para dinamitar las reglas de juego inventando difusos conspiradores -el oligarca, el Ibex, la casta-. Demonizar permanentemente al rival, sembrar la revancha y el fanatismo acarrea secuelas desastrosas.

Aguardan desafíos críticos, una obra ciclópea. Reactivar la economía es la única manera de corregir desigualdades. Aún creciendo al 3,5%, la tasa de paro resulta indigna e insoportable, en especial para los jóvenes. La educación no puede seguir como hasta ahora. La corrupción, que enquistó el malestar, exige un combate implacable, una renovación orgánica, la revisión a fondo de la financiación de los partidos y el fortalecimiento de instituciones de control independientes. Las pensiones consumen la hucha y caminan hacia el colapso. Los españoles, según dónde residan y dónde mueran, reciben trato distinto del Fisco. El estado autonómico no acaba de quedar cerrado, con una definición perfecta de competencias y servicios y unas transferencias adecuadas que permitan sostenerlos. El Reino Unido tambalea las estructuras, Europa exige replanteamientos. La supresión de la burocracia, la agilización de la justicia, la bomba demográfica? Sobre esto hay que deliberar, en vez de enredarse en el oportunismo de hábiles manipuladores.

Recuperar la confianza entraña para la derecha sacar adelante en minoría medidas que eludió cuando maniobraba con holgura. Nunca es tarde si la dicha de hablar es buena. Para el socialismo, en crisis de identidad, como en todo el continente, implica reencontrar un discurso con el que salir de la ratonera. Paradójicamente, boquea de éxito. Hasta los conservadores acabaron por adoptar su ideario del bienestar y quedó aprisionado, sin aire, entre la "socialdemocracia" conservadora y el radicalismo centrífugo de izquierdas. A los partidos emergentes se les presenta la ocasión de demostrar que sirven para algo distinto que hacer suyos los vicios de la vieja política y las barricadas.

Tomemos la fragmentación y esta sopa de siglas como una oportunidad. No queda otra que convencer, persuadir y pactar para llevar al país hacia una nueva transición modernizadora. Sin rastro de los "ismos" degradantes que tanto retraso causaron: el clientelismo, el nepotismo, el amiguismo, el faccionalismo. Decía Jung que "si las cosas grandes andan mal es únicamente porque los individuos andan mal, porque yo ando mal. Así pues, será razonable empezar por enderezarme a mí mismo". Lleva mucho tiempo sin hacerse política en España, el arte de lo posible. Que las luces no se apaguen del todo en los escaños de sus señorías antes de que sea demasiado tarde.