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Crónicas galantes

Rajoy y la duración de las estatuas

Lleva cuatro años de fijo, diez meses de interino y el pasado lunes firmó un contrato en precario que tanto puede alargar su presidencia durante unos meses como por un cuatrienio. Todo dependerá del mercado. Se diría que la reforma laboral aprobada por Mariano Rajoy hubiese acabado por afectar también a sus relaciones contractuales con la ciudadanía que le proporciona empleo.

Al jefe del Gobierno conservador lo han dado políticamente por cadáver tantas veces que casi sorprende que aún esté ahí. Sobrevivió a la marea del Prestige, a la de la corrupción, a dos derrotas electorales, a varias conjuras internas dentro de su partido y hasta a las arremetidas de su otrora mentor José María Aznar. Y ahí continúa, impertérrito y pétreo como una estatua del parque.

Rajoy se deshace de sus contrincantes sin más que hacerse el muerto. Balbucea torpezas sobre los muchos españoles que hay en España, se trastabilla al hablar, permanece quieto mientras todo el mundo le exige decisiones urgentes y, cuando el enemigo se confía, ya le ha birlado el voto. O la presidencia del Gobierno.

Su última víctima ha sido Pedro Sánchez, que hace nada le llamaba "indecente" en un cara a cara ante las cámaras; pero antes ya había destituido a su predecesor Joaquín Almunia en las elecciones de 2011. Otro tanto les ocurrió a quienes, como Esperanza Aguirre, cometieron la temeridad de ponerle la proa dentro de su propio bando. Se conoce que el presidente no distingue entre adversarios a babor o estribor cuando alguien quiere moverle la estatua.

Ahora parece haberse encariñado con Pablo Iglesias como interlocutor, lo que no augura nada bueno para el irascible líder de Podemos. Dados los precedentes, bien haría Iglesias en ponerse a cubierto. Los políticos de aspecto estatuario pueden ser letales cuando uno se les acerca más de lo prudente.

El truco de Rajoy, si alguno tuviera, consiste en avivar su imagen de tipo soso, aburrido y vacilante, aunque luego vaya de vacilón al Congreso. La suya sería una mezcla de quietismo cristiano y budismo zen con la que aparenta trascender la realidad del día a día mientras lee el Marca y se fuma un puro.

Esa imagen de estatua viviente cuidadosamente forjada por su autor no es, ni de lejos, la más apropiada para atraerse las simpatías del público en un país tan dado a las urgencias como España. Así lo prueba la elevadísima tasa de impopularidad que padece el Hamlet de Pontevedra en casi todos los sondeos; aunque eso, en realidad, carezca de importancia. A Rajoy le ocurre lo contrario que a Adolfo Suárez, quien en su día llegó a reclamar a sus admiradores que le quisieran menos y le votaran más.

Sin otro recurso que el de no moverse y esperar a que capee el temporal bajo la convicción de que el que resiste, gana, Rajoy lleva ya cinco años en el poder y se dispone a renovar contrato por otros cuatro. Enfrente tiene a una competencia que se divide entre un partido descabezado -el socialdemócrata- y otro que a menudo pierde la cabeza con sus llamamientos a la insurrección en las calles. Un panorama ideal para cualquier gobernante, aunque esté, por ahora, en minoría.

Si a ello se le suma el viento a favor de la economía, nada cuesta imaginar que Rajoy acabe por perpetuarse en La Moncloa tal que si fuese una de las estatuas del palacete. Poco a poco lleva camino de convertirse en su propio antepasado.

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