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Aula sin muros

La ciudad, ese lugar donde nadie se dice adiós

En todo tiempo y lugar, para nuestra gente campesina, la ciudad representó un lugar donde ganarse la vida, a la sombra, sin tener que trabajar en la labranza de tierras de secano, plataneras, gavias, con la fucha, el sacho o el alambre en tomateros, a expensas del tiempo o el amo en una economía casi de subsistencia. Por eso fue legión de canarios la que, a lo largo de no menos de dos décadas, después de que Cuba, Venezuela o Argentina perdieran su anhelo colectivo de ser el Dorado, emigraron a las principales ciudades o capitales de las islas del Archipiélago.

Pero como ocurre en todo el mundo al tiempo que las ciudades incrementan su población se forman bolsas de pobreza compuestas por familias menos pudientes que, en tiempos de crisis, alcanza a la propia clase media, y se ven abocadas a la imposibilidad de satisfacer las necesidades básicas de sus hijos, mucho menos las de autorrealización y superación personal, donde, por el contrario, grupos de aventajados a la sombra de los poderes, tráficos de influencias, a veces coimas, presumen de un nivel de vida muy alejado del resto de la población con la que conviven en el mismo territorio. Ya Baudelaire se refería a la ciudad masificada, producto del cambio de tipo de vida acaecido en la Revolución Industrial, cuando se refería a ella como lugares, "desiertos para el hombre", en relación al anonimato que caracteriza a las masas urbanas. John Dos Passos, en su obra Manhattan Transfer, habla de multitud solitaria, como el autentico latido de la ciudad y Tomas Wolfe escribió en 1930: "La ciudad es aquel lugar en el que los hombres andan siempre en busca de una salida y donde están condenados a errar siempre. Las llaves están en pocas manos". Y Eduardo Galeano escribió que "en nuestros días las ciudades, enfermas de pánico, son cerraduras gigantescas".

La solución a este mal endémico corresponde a los que administran la Justicia y la Cosa pública pero existe otro efecto, tanto o más nocivo, que afecta a la convivencia de todos los que comparten el territorio de las ciudades independientemente de su nivel económico o condición social. Para ilustrarlo me permito citar dos incidentes de los que fui accidental testigo y que muy bien reflejan lo que comporta vivir en la ciudad en la que todos se convierten en seres anónimos víctimas de un deambular autista. En la sala de un consultorio capitalino entra una señora en la que esperan seis personas. Fui el único que la miré y respondí a su saludo de "buenos días". Otra mañana me encontraba tomando el desayuno en un cafetería a la que entra un joven trajeado que de manera educada saluda con el "buenos días". También soy el único que levanto la mirada del periódico y respondo al saludo.

En esta ocasión me siento reconfortado porque el citado joven se dirige a mí y me dice, en voz alta, como para que le oyeran todos y todas las presentes: "Le felicito señor ha sido usted el único que ha respondido a mi saludo". Por supuesto que el resto no se dio por aludido. Ni más ni menos que el reflejo de lo que sucede en cualquier bloque de edificios donde gente que convive en el mismo pasillo, rellano de escaleras, pasan años, crecen los hijos y apenas cruzan un saludo, cuando bajan o suben juntos mirando al techo del ascensor. La explicación de este huidizo comportamiento está en que se desea eludir miradas directas y escapar de un lugar cerrado. La sensación de zozobra y deseo de escape aumenta si es una mujer la que se encuentra con un hombre. La misma escena se repite con gente que, embutida en mallas de quitar grasas y michelines, se tropieza con alguien con el que, quizá, el fin de semana anterior había compartido asado y copas. El apuro obsesivo o los auriculares pegados a los oídos les impide pararse y solo esbozan un leve saludo con la mano.

A las llamadas ciudades dormitorio, localizadas en las afueras de los pueblos y pequeñas ciudades de antes también ha llegado este especie de comportamiento de hormiga (la palabra hormigueo se refiere a masa anónima de gente aunque las hormigas se suelen besar al tropezarse en su apurado trajín de recoger pajas y briznas). Situación esta imposible que se diera en un pueblo donde los propios vecinos se convertían en vigilantes naturales de los hijos que correteaban y jugaban, despreocupados ellos igual que sus padres, en la misma calle o alameda. Nadie se consideraba extraño en el cruce de caminos porque la gente se miraba y se decía adiós. Se saludaban y enhebraban cualquier baladí conversación entre conocidos o desconocidos a los que se solía sacar una relación de parentesco. Ejercían la función del original significado de la palabra. Del latín vicinus, vicus, habitante o gente de aldea.

En el Día mundial de las ciudades, celebrado el pasado 31 de octubre, habría sido interesante, para una convivencia más dichosa, lo que suele decirse menos deshumanizada, que los vecinos de los barrios, distritos, de las grandes ciudades hubieran retomado e hicieran realidad otro primitivo significado de vecino: vivir, estar "junto a nosotros". Mirar al otro como alguien que merece, sin pecar de chusmeo, en léxico canario, goleor, de oler o meterse en las cosas de los demás, ser tenido en cuenta, escuchado, a veces practicar una virtud humana, presente hasta en nuestros antepasados primates: la compasión.

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