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Gerardo Pérez Sánchez

El indomable Donald Trump

U na vez confirmada la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos, comienzo a escuchar en los medios de comunicación a un sinfín de analistas argumentando las razones de la misma. Aluden al hartazgo de la gente sobre la forma tradicional de ejercer la política, a la crisis económica que impulsa a sus víctimas a buscar refugio en un modelo de ese "sueño americano" basado en la riqueza y la prosperidad, a la falta de empatía de Hillary Clinton con el electorado, al enredo de sus problemas legales o a un anhelo de cambio por parte de la sociedad norteamericana. Sin embargo, ninguna de esas explicaciones me convence ni, menos aún, me consuela. El hecho cierto es que Trump ha logrado su objeti-vo, pese a una insólita campaña marcada por sus declaraciones racistas y sexistas y teniendo en contra a su propio Partido Republicano y a las encuestas sobre intención de voto.

A falta de algún puntual recuento de última hora, Clinton ha ganado en número de sufragios (unas ochenta mil papeletas entre casi ciento veinte millones de las depositadas en las urnas), pero el célebre millonario se ha alzado con la mayoría de los denominados "votos electorales" asignados a cada uno de los estados que componen el país. Esta es una de las paradojas de los sistemas electorales en los que la correlación entre votos y designaciones no siempre van de la mano. El caso es que, ante las numerosas muestras de sorpresa e incredulidad, la gente pide explicaciones de lo ocurrido pero es complicado satisfacer su petición, entre otras razones porque cuesta creer que los cincuenta y nueve millones de ciudadanos que han otorgado su confianza al candidato republicano respondan a una misma motivación.

Llegado a este punto, mi preocupación se centra en la reciente deriva de la democracia en distintos escenarios internacionales, desde el resultado del referéndum sobre el brexit al auge de perfiles políticos como los de los europeos Marine Le Pen, Nigel Farage o Geer Wilders o, lejos del Viejo Continente, los del venezolano Nicolás Maduro o el filipino Rodrigo Duterte, entre otros muchos. Por eso, convendría reflexionar sobre cómo está afectando a la esencia y a los propios valores de la democracia el modo de apelar a la participación del electorado. En este momento me vienen a la mente algunas frases de ilustres pensadores y estadistas, adecuadas para arrojar algo de luz sobre la coyuntura que nos está tocando vivir. "No niego las virtudes de la democracia, pero no me hago ilusiones mientras escasee la sabiduría y abunde el orgullo", decía Henry F. Amiel. "El mejor argumento en contra de la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio", llegó a afirmar Winston Churchill.

Mi impresión es que la teoría democrática más básica está comenzando a fallar. Esa visión de que una ciudadanía formada e informada decide racionalmente la mejor opción para su presente y su futuro es sólo un espejismo. Está teniendo lugar un fenómeno muy grave que impide a las personas acudir a votar con ilusión y las empuja a elegir la alternativa menos mala, tras un descarte entre la dantesca, la extravagante o la incierta. Cada vez con mayor frecuencia se vota en contra de alguien o de algo, más que a favor de determinados ideales. Y decantarse por el mal menor, llevados de la desilusión y la apatía, está afectando a los pilares esenciales de un modelo que probablemente fue teorizado para ser llevado a la práctica en circunstancias bien distintas.

Las campañas electorales muestran la primacía del morbo, las descalificaciones personales y los escándalos sexuales frente a la defensa de las ideas y los debates y propuestas para solucionar los problemas de los ciudadanos. Así, el análisis de los programas televisivos de mayor audiencia (en otras palabras, lo que la ma- sa quiere ver) nos da la medida de un tipo de sociedad del siglo XXI deslumbrada por el circo mediático, las bambalinas y el cotilleo soez.

Ni el denominado "voto de castigo" ni la reacción visceral y extremista ante un presente desmotivador y un futuro incierto pueden ser la solución, sino que es muy probable que agudicen el problema. Sin embargo, la mayoría de los votantes norteamericanos se han abonado a esta vía y, en ese sentido, tendrán lo que se merecen. Y lo mismo ocurrirá con los habitantes de otros Estados que poseen sistemas de li-bertades y modelos constitucionalistas. La responsabilidad úl- tima del ciudadano cuando acude a las urnas siempre está ahí y le convierte en corresponsable de la realidad política que ha ayudado a crear, no pudiendo ya limitarse a quejarse y a criticar. No obstante, pese a todos sus fallos y deficiencias, no conozco otro sistema más defendible. Las reglas de la democracia exigen aceptar el resultado y felicitar al elegido.

Dicho esto, considero que el contenido del discurso del magnate neoyorquino se verá sustancialmente rebajado en cuanto tome posesión de su cargo el 20 de enero de 2017. La oposición tanto del Partido Demócrata como de numerosos de sus correligionarios republicanos, unida a la rígida separación de poderes que impera en EE UU, terminarán por frenar no pocos de los planteamientos defendidos por este pintoresco político. Habrá que ver qué nos depara el futuro aunque, por el momento, son malos tiempos para la (lírica) democracia.

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