El miércoles, muchos periódicos y medios de comunicación abrían sus noticiarios y portadas con una información que jamás habrían querido dar: el 45 presidente de Estados Unidos es Donald Trump. Poco a poco se van recuperando del shock y con ellos se recupera, con la rapidez con la que circula actualmente el río de la historia, el mundo en general.

No ganamos para sustos. Si ya hemos olvidado los aldabonazos de Austria, Holanda, Francia, Polonia, Hungría y los países latinos que buscan en la extrema derecha y en los populismos la respuesta a los problemas actuales, el Brexit primero y ahora el triunfo de Trump contra todo pronóstico queman las alarmas. El pitido es agudo y claro? pero ¿lo escuchará Europa?

Observadores, sondeos y medios han quedado simplemente barridos por las urnas. Y este mundo nuestro a la búsqueda de un alma descubre que no hace pie. Estados Unidos tiene una ventaja y es que, a pesar de todo, tiene una historia y una Constitución capaces de unir a sus ciudadanos por encima de la raza, la religión, sus diferencias, pero Europa avanza cada vez más hacia una fragmentación egoísta, nacionalista, sin un liderazgo capaz de cohesionarla y devolverle su identidad.

En Estados Unidos, los católicos también se han dividido a partes iguales entre republicanos y demócratas, pero tanto unos como otros coinciden en agendas comunes en el ámbito de lo social. Es ahí donde podrían irse cosiendo las heridas de una campaña diabólica e ir sanando a la sociedad. Esa es, sin duda, una tarea que habría que acelerar.

La Conferencia de Obispos de Estados Unidos se reunirá la próxima semana en Baltimore para elegir el nuevo equipo directivo del episcopado, hasta el momento tan dividido como el resto del país. Muchos se resisten a las iniciativas del papa Francisco y viven parapetados en una especie de búnker cultural que les reduce a simples agentes políticos. "En lugar de sanar heridas y anunciar un camino de justicia, los obispos no han llegado a un consenso entre ellos sobre cómo avanzar en la unidad", sentenciaba hace unos días el progresista periódico católico National Catholic Reporter.

Tampoco es muy tranquilizador el decorado de fondo, que dejó en su momento el comentario, nada ambiguo, del Papa. Preguntado, en el viaje de vuelta a México, sobre el proyecto de muro que Donald Trump ha prometido levantar entre México y Estados Unidos si llegaba a la presidencia, afirmó: "Todo aquel que quiere construir muros en lugar de puentes no es cristiano. Ese no es el Evangelio. Votar o no. En eso no me meto. Sólo digo que aquel que dice eso no es cristiano". La reacción del millonario americano fue inmediata: "Que un líder religioso ponga en duda la fe de una persona es de vergüenza. Estoy orgullosos de ser cristiano (presbiteriano) y no permitiré que la cristiandad sea constantemente atacada y debilitada". Semanas más tardes, opinaba en una entrevista: "El Papa no comprende los problemas de este país". Este tiroteo dialéctico, explotado por los adversarios de Trump y criticado por muchos republicanos como una injerencia política por parte del Papa, dio para algunos titulares a lo largo de algunas jornadas y concluyó cuando Trump apaciguó el patio declarando a la CNN: "El Papa es un tipo formidable? Yo no quiero polemizar con él? Le tengo mucho respeto".

Después de la retórica de las elecciones, comienza la función. Y, como decía en su discurso su contrincante política, "Trump se merece una oportunidad". En eso estamos y los primeros síntomas nos dan un perfil más relajado y contenido del personaje. "Comienza la hora de gobernar en favor del bien común, la defensa de la vida y la protección de los inmigrantes", advierte en una no-ta oficial el presidente de los obispos de la Iglesia americana. Una Iglesia donde el sector más joven, dinámico y prometedor habla español y procede de la América latina.

Son muchos los problemas pendientes en este inmenso y gran país. Pero no se pueden silenciar la voz y la frustración de la América profunda que Trump ha sabido sumar a su causa. Que le sepa dar respuesta es otra cosa. En principio hay que esperar.

Mirar al futuro pasa siempre por no olvidar el pasado, de dónde venimos, qué ha sido lo que nos ha hecho grandes. En otros tiempos el futuro movilizaba? hoy sigue habiendo futuro, pero esta sociedad se empeña en andar con las luces cortas. Las preguntas siguen siendo las de siempre, pero no basta con reformular eternamente el descontento. Hay que traducir el enojo de los más débiles en iniciativas políticas. Y eso requiere mucho más que retórica.

En política, como en cualquier otra dimensión social o eclesial, es imprescindible más que nunca, la inclusión. Aquí y allá, todos tenemos aportaciones que hacer. En este sentido, los cristianos deberíamos tener claro que el futuro ideal que nos aguarda aún no ha llegado y tenemos que seguir esperándolo, trabajándolo en cada gesto, en cada ocasión. Esa podría ser, en estos tiempos planos, nuestra gran aportación como Iglesia.

Pongamos las luces largas, pero sin olvidar que sigue siendo relevante el principio de que "toda política es local". O, como dice San Ignacio: "No tener límite para lo grande, pero concentrarse en lo pequeño".