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Reflexión

El triunfo del indeseable

Pocas veces había esperado con tanta ansiedad el primer discurso del ya electo presidente de Estados Unidos. La expectación era de igual calibre que la sorpresa provocada por su mayoritario respaldo entre los votantes de un país que ha amanecido desconcertado por la noticia. A un lado y al otro del Atlántico, los analistas políticos no daban crédito a la elección y, en su afán por explicar lo sucedido, han terminado por enmarañar aún más la cuestión. Donald Trump ha sido el indeseable desde el inicio, el candidato sobre el que se lanzaban todo tipo de malos presagios, el enemigo de la razón y la convivencia. No obstante, la gran pregunta, que en cierta manera es una respuesta, como luego se verá, es ¿por qué ha sido calificado como indeseable? La prensa local e internacional le había juzgado de este modo a la vista de sus declaraciones y porque, en su particular criterio, equivocado como luego se ha demostrado, no se correspondían con el norteamericano medio. Las élites financieras e intelectuales veían en el candidato republicano la perfecta representación del irresponsable aupado hasta un lugar tan indeseable como el mismo individuo que lo ocupaba. El establishment lo repudiaba por caricaturizar la esencia y la figura del buen político. Y, por último, esta serie quedaría descabalada si no se hiciera alusión a su lenguaje, tan directo como resueltamente decidido a aniquilar lo políticamente correcto.

Hay que situarse en la mentalidad del estadounidense sacudido por los avatares de la realidad política y económica para entender, definitivamente, el porqué se ha decidido a dar la vuelta a la tortilla, dicho de una manera muy expresiva. Uno a uno, y por orden, han caído esas falsas o aviesas interpretaciones del fenómeno Trump. En primer lugar, y comenzando por su inequívoco ataque a lo políticamente correcto, en los Estados Unidos la situación ha llegado a resultar asfixiante, debido a la quiebra del principio de libre intercambio de ideas por una minoría que ha hecho del debate público una sombra, por cuanto el temor a herir la sensibilidad de unos cuantos ha ahogado la posibilidad de entablar un diálogo abierto sobre las situaciones más candentes. En el resto de Occidente, y sobre todo en Europa, no nos hemos hecho cargo de la imperiosa necesidad del estadounidense de explicarse y referirse a las cosas con plena libertad, con un lenguaje tan suyo como distintivo es de su forma de presentarse ante el mundo. Este es un punto que ganó desde el instante en que, lejos de los estereotipos y de las delicadezas de los políticos profesionales, supo conectar con la ciudadanía. Lo que los periodistas encontraban chabacano, ofensivo y hasta odioso, el norteamericano lo bendecía como muestra de una libertad de expresión que le habían hurtado a sí mismo -lo tomó como algo personal- en nombre de unos valores que le eran ajenos por completo.

El segundo aspecto es que las estructuras de la política tradicional se han ido distanciando progresivamente, no sólo del discurso del ahora jefe de Estado, sino de los posibles electores. Este punto es el que más asombro y extrañeza ha suscitado. Trump ha subido en aceptación entre los votantes negros y latinos, justo aquellos sectores que la prensa internacional situaba como foco de sus ataques xenófobos y racistas. Noam Chomsky, el lingüista y filósofo, incluso ha llegado a sentenciar que las víctimas se han decantado, sin remisión posible, por su probable ejecutor. Algo que, a sus ojos, no tenía explicación posible, pero, por sus argumentos, tan escasos como simplistas, ha pecado de ignorancia.

Las primeras palabras de Donald Trump, tras su efectiva elección, son las que han de sacar al celebrado activista israelita de su desconcierto, al igual que al resto de los incrédulos de la realidad política. De inmediato, habló de los "olvidados", hombres y mujeres sin apenas recursos pero que han de constituir el principal motivo para "aumentar el empleo en América". Ahí es donde radica la fuerza del movimiento de Trump, en la vindicación del hombre medio y en la recuperación del sueño americano de la prosperidad y el bienestar. La crisis financiera derrumbó la ilusión de un país, pero, tras recuperarse, los norteamericanos apreciaban que la creciente riqueza de la nación no llegaba a ellos, que se quedaba en manos de una minoría, la misma que, desde la candidatura demócrata, prometía su redistribución. Una promesa fallida en su origen, máxime al representar el Partido Demócrata a los sectores más elitistas. Esta es la cruz que tuvo que sobrellevar Hilary Clinton en su campaña hasta que terminó por aplastar sus opciones de ser elegida. La intelectualidad, precisamente, no ayudó a disipar esta imagen porque, en el fondo, la compartía. En fatal destino, los encargados de proveer de pensamiento las acciones políticas no supieron ver la enredadera en que convertían los argumentos en defensa de los más desfavorecidos provenientes de un selecto club de potentados.

El establishment y, por extensión, la prensa internacional hizo caricatura de Trump hasta ridiculizarlo, cometiendo, al menos, dos errores. El de desacreditar una política por la persona que la defiende, esto es, confundir lo político con lo personal. Trump, como individuo concreto, es poseedor de un sinfín de defectos, pero eso no debería haber sido motivo suficiente para desestimar los principios de su actuación como representante de una formación política. De otra parte, la obscena exhibición de los males del candidato, en más de una ocasión resultaba contraproducente a los ojos del electorado porque, en oposición a lo esperado, podía identificarse, bien por simpatía, bien por compasión, con el objeto de las burlas. El estado-unidense comprendió que tanto ataque a la persona, en realidad, ocultaba una estrategia común en defensa de la perpetuación de unos intereses que no eran, ni de lejos, los suyos. Así actúa la psicología de un pueblo sometido al imperio del estado de opinión general y el dictado de lo políticamente correcto.

Y culmino con lo más cono-cido de Trump, sus impactan-tes declaraciones a los medios y en el fragor de la campaña electoral. No se sostienen ni justifican ante el tribunal de la razón y la moral, pero cautivaron al votante nada más salir de la boca del magnate. Las fanfarronadas, el desafío constante, el afán de confrontación es lo que ha despertado mayor inquie-tud entre los europeos, y sin embargo, allá, que es donde le han elegido, han sido el definitivo revulsivo. En ellas, el candidato resumía el orgullo de ser uno más en la comunidad natural, el mismo amor propio que cualquier norteamericano celebra como muestra de su íntima dignidad, la de hablar y expresarse sin tapujos, con la libertad que reconoce su constitución. En ningún momento, se debió olvidar la expresión que abre aquel texto de 1787: "Promover el bienestar general y asegurar para nosotros mismos y para nuestros descendientes los beneficios de la Libertad". Trump no lo hizo, ni tampoco sus votantes. Esa es la razón por la que el indeseable ha arrasado en las urnas y, por supuesto, por la que es, con toda legitimidad, el presidente de los Estados Unidos de América.

(*) Doctor en Historia y profesor de Filosofía

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