La Provincia - Diario de Las Palmas

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Mirando a África

Un viaje a El Aaiún

Un relato entresacado de la novela El viento del diablo, protagonizado por la arqueóloga Marta Herrero:

El automóvil salió de la amplia avenida -el bulevar de Mekka- por donde circulaba para adentrarse a la derecha en un barrio de calles más estrechas, donde los peatones deambulaban con toda tranquilidad por la calzada y la compartían a paso cansino con coches y carros tirados por mulas y asnos.

A pesar de tener la impresión de que cada cual iba por donde quería, el aparente caos no provocaba ningún accidente; en los cruces, en el último segundo, alguien cedía el paso oportunamente al otro.

Tras varios giros que lograron que Marta perdiera la orientación, arribaron a la zona conocida como el mercado de Smara, que no se parecía a lo que había imaginado la arqueóloga. No se trataba de un edificio o un espacio abierto, sino de un barrio mercado, en el que las tiendas se distribuían tanto en los locales de los edificios como en puestos colocados en medio de las calles. En algunas de ellas, las más estrechas, no entraban los coches. Hasani aparcó el Nissan a un lado de una callejuela, en un lugar donde Marta hubiera jurado que estaba prohibido hacerlo, y bajaron del coche.

Los olores y el bullicio típicos de un mercado oriental asaltaron sus sentidos. Locales de venta de toda clase de productos se sucedían sin descanso por todas partes. Pasó por delante de tiendas de cuero, de plata, de ropa -con unos inquietantes maniquíes a tamaño natural vestidos con indumentaria europea que colonizaban, dispersos, gran parte de la calle-, de aromáticas y coloristas especias, de comida -con infinitas clases de dátiles en exposición-, de utensilios metálicos -nuevos y de decimocuarta mano- de todos los tipos imaginables, y hasta de libros. Zapateros, barberos, limpiadores de botas, vendedores de té y de agua, mujeres y hombres saharauis y marroquíes, identificables por sus atuendos, pasaban a su alrededor sin que Marta, sorprendida, sintiera el insistente acoso al turista de otros lugares del Magreb.

Hasani se entretuvo comprando útiles de aseo y comida que acabaron todos en la bolsa que portaba. La arqueóloga comprobó la inexistencia en los puestos de venta de artesanía local o de souvenirs -buscaba algún regalito para sus amigos Ariosto y Sandra-, lo que achacó al poco turismo que- llegaba a aquella zona del sur profundo de Marruecos. Le llamó la atención la falta de expectación que creaba a su paso. Por un momento se sintió integrada en aquel paisanaje tan variopinto y tan distinto del mundo de donde provenía. Hasani la sorprendió regalándole un cucurucho de papel de embalar lleno de almendras garrapiñadas, su primer detalle.

-Ya he terminado -dijo, indicándole la dirección donde debía estar estacionado el coche, imposible de discernir para la desorientada Marta debido al flujo incesante en todas direcciones de personas y vehículos que les rodeaba. Tras varios cruces peligrosos, lograron salir de aquel conjunto de calles estrechas y atestadas y volver a las vías amplias. La ciudad le pareció mucho más grande de lo esperado -trescientos mil habitantes en medio de la nada- y, por mucho que lo intentó, no descubrió huella de la dominación española. De hecho, salvo por el atuendo de algunos viandantes que vestían túnicas azules amplias que delataban su origen saharaui, era difícil distinguir El Aaiún de otras ciudades del sur de Marruecos. El Nissan se dirigió al norte y cruzó el amplio Seguía El-Hamra, una vasta extensión de agua embalsada que constreñía a la población por su lado septentrional. El reflejo de las palmeras ribereñas sobre el límpido espejo acuoso fue la mejor imagen del día. A cruzar el puente que divide la laguna, Marta comenzó a sentir que se encontraba a las puertas del desierto.

Tras rebasar el antiguo cuartel de la Legión, hoy ocupado por el ejército local, pasaron por debajo del arco formado por una enorme puerta de cemento que se abría al descampado. Era como una despedida de la civilización; a partir de ese punto, comenzaba una infinita llanura de tierra inhóspita salteada por pequeños arbustos que resistían las inclemencias del entorno.

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