La Provincia - Diario de Las Palmas

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Tropezones

Reflexiones viajeras XV

Moscú: me perdonarán que rememore un viaje de mis tiempos de estudiante cuyas impresiones tal vez no sean hoy de furiosa actualidad, pero que sin duda sirvió para que tomara conciencia por primera vez de los mecanismos secretos de la persuasión.

Recuerdo que llegamos un grupo de universitarios a la estación central de Moscú, tras un pesado viaje en tren desde la frontera finlandesa, en la llamada "clase dura", correspondiente a 2ª o 3ª clase de entonces. Existía también la "clase blanda" que aunque lejos de corresponder a una 1ª clase era sin duda más llevadera.

No me extrañaría que dicha nomenclatura persiguiera evitar cualquier distinción de clases tan ofensiva al sistema comunista. También arrastrábamos el cansancio acumulado del paso por la aduana todavía tan riguroso con los turistas extranjeros. Recuerdo que me requisaron un ejemplar de la revista Time, considerada como propaganda subversiva, y me contabilizaron las divisas extranjeras. (Ya advertidos, sabíamos que habíamos de cambiarlas no en el banco, sino en los taxis, triplicando así el curso oficial).

La primera bienvenida nos la brindó una gigantesca estatua de Lenin, brazo en alto como arengando a los soviets, gabardina ondeando al viento, mirada clavada en el infinito. Impactante sin duda. En nuestro recorrido por Moscú tuvimos oportunidad de contemplar distintas variantes del camarada Vladimir Ilich. La del "Cuadrado de Octubre", montado sobre pedestal de granito rojo, que se erigía a su vez sobre un grupo de mujeres revolucionarias también de contundente bronce, era sin duda impresionante.

Pero es que a lo largo y ancho de nuestro periplo por la capital, era imposible sustraer-se a la presencia de estatuas de Lenin, afiches de Lenin, libros sobre Lenin traducidos a todos los idiomas de la tierra, y además a precios (subvencionados) regalados.

Lógicamente nos vimos casi abocados a visitar su tumba. Nos pusimos en la cola que serpenteaba por un lado de la plaza roja, hasta introducirnos en la cavernosa estancia

donde reposaba sobre un catafalco, iluminadas la cara y las manos por teatrales haces luminosos, el cuerpo embalsamado de Vladimir Ilich Uliánov, alias Lenin. Un olor punzante, como de formol, y un silencio sepulcral de los visitantes reforzaba la solemnidad de la visita. Y para fomentar el inevitable escalofrío de la escena, un frío glacial impregnaba la estancia. No cabía equivocarse sobre el fervor de los asistentes, privilegiados partícipes de una experiencia cuasi religiosa.

Pues créanselo o no, al término del viaje, interrogado por amigos y familiares, yo que nunca me hubiese considerado ni remotamente permeable a las bondades del sistema comunista, sí se me escapó sin querer alguna frase por el estilo de: "Aunque ese Lenin debió ser un tío majo".

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