La historia tiene sus grandes hombres como Julio César o Maquiavelo, pero hay otros que, sin serlo, tienen reservado su lugar en el pasado glorioso de la humanidad. Uno de ellos, el que fuera un Maquiavelo menor, permítaseme el símil, tuvo por nombre Raoul Frary, y destacó por la publicación de un Manual del demagogo. Allí se leen frases y expresiones que parecen escritas en el presente, tanta es su relación con lo que ahora se vive. Sobre la política, pronostica que "allá donde quiera que reine la democracia es la multitud la que hace la ley". No se malentienda, el francés, a través de una sutil ironía, pretende defender el espíritu democrático desvelando el juego de perversiones que, muy a menudo, le rodea y acecha hasta casi ahogarlo. Uno de esos juegos, quizás el más peligroso, es el del estado de opinión. Por supuesto, el periodista no hacía alusión a la libertad de opinión o de pensamiento, de la cual, por compromiso personal y profesional, se declaraba firme custodio. Por el contrario, uno de los consejos que más repite nos pone en la pista de la advertencia: "consultad mejor al vulgo: es su opinión la que gobierna el estado; es su afecto el que distribuye los favores más duraderos". Es éste el estado de opinión que, hábilmente manejado, puede desembocar en situaciones absurdas o que vulneren, seriamente, el orden de las cosas y lo que se entiende por justicia.

Una de las polémicas que se ha desatado en el mundo de la educación tiene por centro de interés el lugar que han ocupar los deberes en el espacio familiar, e incluso, a petición de una de las asociaciones de padres, se ha propuesto una huelga de tareas escolares con el fin revisar el importante volumen de los mismos. Aparte del nuevo cuestionamiento de la figura del profesor y de la propia libertad de cátedra que le confiere el texto constitucional, lo relevante es que se ha extendido, como alertaba Frary, la falsa creencia de que los deberes son innecesarios, y hasta perjudiciales, para el aprendizaje y el desarrollo del menor. Decía el galo que "una mayoría siempre encuentra intérpretes hábiles para traducir sus propias ideas, por absurdas que sean, y abogados elocuentes para justificar sus gustos y preferencias". Y aquí tenemos un ejemplo palmario.

Los deberes siempre han existido, bien que con diferentes nombres y procedimientos, porque su necesidad venía impuesta por el sentido común y el buen juicio. El entrenamiento del cuerpo, para conservar o preservar la salud, nadie lo pone en duda. Y, sin embargo, el ejercicio del intelecto, tan o más importante que el anterior, parece en entredicho. Según las voces de los petulantes de la pedagogía sofoca la creatividad y adormece el espíritu crítico, cuando, en realidad, sólo una correcta y exigente formación los hace posibles. Como ya es habitual, confunden la espontaneidad con la creatividad y el rigor crítico con la ocurrencia.

El estado de opinión, no obstante, quiebra esta visión y la sustituye por otra más complaciente con la ausencia de las tareas domésticas, excluyendo, aún más si cabe, a la familia de la escuela. Desde siempre, uno de los puntos por los que ha hecho fuerza el colectivo docente era el de la coordinación de la actividad en el aula con el refuerzo de los progenitores en el domicilio, puesto que lo uno complementaba a lo otro, y así debía ser. Pero, lo que se defiende con estas medidas, y mucho me temo que sin caer en su cuenta, es que el profesor, en vez de revalidar su argumento pedagógico en la conducta de los padres, habrá de vérselas a solas en el espacio educativo. El criterio que late en el fondo de la petición de los partidarios de la huelga de tareas es que la educación únicamente compete a los profesionales de la docencia, exonerando a las familias de su crucial participación.

Un sinsentido, un despropósito tal vez, aunque no tanto. Desde hace unas décadas, se asocia aviesamente a la escuela con el poner límites, con la represión de los comportamientos, con todo aquello que suponga freno a la emoción y las ilusiones de los más pequeños. Y esta es la trampa de la que se valen los falsos pedagogos para arremeter contra la esencia de la enseñanza. Los clásicos, en cualquier oportunidad pero todavía más en esta, nos abren los ojos desde la distancia: hay una norma fundamental que respetar, la primera de cuantas existen, "subordinar nuestros deseos a la razón", proclamaba Cicerón en su Tratado de los deberes. Los padres quieren evadirse de las responsabilidades que devienen de la escuela, de los rectos y exigentes criterios con que ha desenvolverse para garantizar la convivencia y el progreso intelectual, por no perder el regalo de sus hijos. Y, evidentemente, cuando uno escucha de los progenitores que la escuela debe buscar y procurar la felicidad de sus vástagos, cualquier argumento que vaya en contra de esta descarada manifestación de hedonismo tropieza, una y otra vez, con lo emocional, con los deseos antes que con la autoridad de la razón. Y flaco favor se hace a la enseñanza si se la somete a la discrecionalidad del gusto y el capricho, tanto que ya se vuelve inútil. No sé si es esta la intención, pero sería el final de la propia escuela.